Siempre

La triste noche de los pinceles rotos

Cuando la peste llegó, la pintura desangró su luz en las tinieblas

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11.04.2020

“Peste de cadáveres invade la vida

envenenando el aire primaveral y la gloria del verano”.

Esaias Tegnér

Indecisa balbuceaba la medicina, con callado temor, mientras los apestados revolvían sus ardientes ojos, siempre abiertos, privados de sueño.

Y se daban además otros síntomas mortales: la mente perturbada con angustia y terror, ceño sombrío, rostro hosco y enfurecido, oídos inquietos y llenos de zumbidos, respiración rápida o bien lenta y profunda, el cuello bañado en un sudor perleante, esputos tenues, menudos, salados y de color de azafrán, penosamente arrancados por una tos ronca”.

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Esto fue escrito hacia el año 50 antes de Cristo por Tito Lucrecio Caro. El fragmento corresponde a su descripción de la peste de Atenas.

Esta desolada y angustiosa descripción ha recorrido la historia de la humanidad desde la antigüedad hasta nuestros días, exponiendo episodios dolorosos que han diezmado la población del mundo; ante esto, el arte no ha sido indiferente y ha ofrecido pavorosos dramas visuales sobre estas pandemias apocalípticas.

Quizá el mejor método para abordar el estudio de estas obras, desde una perspectiva histórica, sea el propuesto por Erwin Panofsky, me refiero al método iconográfico que busca reconocer las historias o alegorías que las distintas combinaciones de imágenes expresan, por ejemplo: la interpretación de un acontecimiento histórico, de una batalla, de una conmemoración o, en el caso que nos ocupa, de una pandemia.

La pintura como historia y testimonio

La fatal inminencia de la muerte ha acompañado siempre todas las actividades humanas, incluidas la literatura y el arte; recuérdese el “Decamerón”, de Boccaccio.

Diez jóvenes (tres chicos y siete chicas) deciden retirarse a una villa campestre próxima a Florencia para eludir la peste. Corre el año 1340 y Buonamico Buffalmacco pinta en el cementerio de la catedral de Pisa una obra profética: “El triunfo de la muerte”, tres siglos después, Pieter Brueghel, pinta una obra con el mismo nombre, resultando una de las piezas más icónicas de la historia del arte; en la mirada del pintor holandés, la muerte misma es una epidemia.

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Dentro de la estética de las pestes, una de las representaciones más comunes de la muerte, pero no por ello, menos extravagante, es referirla como una calavera que baila con los hombres hasta arrastrarlos a la tumba.

Así la pintaron en el siglo XVII Juan de Valdés Leal, en su obra In Ictu Oculi, y Felix Nussbaum, en el siglo XIX, quien al igual que Buffalmacco y Brueghel, pintó otra escena titulada “Triunfo de la muerte”, solo que esta iconografía se realiza en el marco del holocausto judío, quizá la “infección moral” más aberrante de la humanidad; Baudelaire, le atribuyó igualmente esa apariencia cuando en el poema “La danza macabra” la describió como una “flaca coqueta”.

De acuerdo con Diego Firmiano, el sentido de estas obras se resuelve en “la brevedad de la vida, la universalidad de la muerte y la vanidad de la gloria”.

A partir del siglo XVII explosiona un considerable número de piezas dedicadas a los desastres causados por las epidemias. Están los artistas que las vivieron personalmente y dejaron testimonio.

Notable, en este sentido, fue Michel Serre, autor de tres pinturas sobre la peste que azotó Marsella durante 1720, el pintor muestra las calles de la ciudad sembradas de cadáveres; otra pieza central es “Bonaparte visita a los apestados de Jaffa”, de Jean Antoine Gros. Ilustrativa, por lo llena de detalles, es “La plaza del mercado de Nápoles”, de Domenico Gargiulo, que describe la peste de 1656. España cuenta con dos obras testimoniales muy interesantes, ambas anónimas.

Una representa a una multitud (vivos y muertos) delante del Hospital de la Sangre de Sevilla durante la peste de 1649; la otra pintura representa la epidemia de peste que padeció Antequera en 1679. Es un cuadro curioso que ayuda a entender cómo atacaban los médicos la enfermedad: sangrías, cauterización de bubones, etc.

Además de la pintura testimonial, existe, como ya he señalado antes, la pintura histórica dedicada a las epidemias, dentro de ellas es clave mencionar la obra de Pietro Negri y Antonio Zanchi, que aunque no vivieron la peste veneciana de 1630, sí nacieron en ese contexto y lograron obtener la información necesaria sobre lo que allí pasó; impresionado por los hechos, José María Herrera, nos revela que “La imagen del gondolero recogiendo en su embarcación los cadáveres de un niño y sus padres es inolvidable”. Las obras de Arnold Böcklin y Francisco de Goya, son ejemplos de esta historiografía macabra.

El arte contemporáneo también ha testificado esta época de pandemias, en 1996 la Main Gallery Artists Space exhibió el proyecto “Un testamento viviente de las hadas de sangre”, en el que se reunió el trabajo de doce artistas; destaca entre ellos, la obra de Robert Farber, quien con un ensamblaje de pinturas citó textos históricos para comparar al sida con otras pandemias medievales.

La memoria que espera

En Honduras, he conocido recientemente la obra plástica “Con la peste llegaron los guasones”, del artista Víctor López, quien con un lenguaje expresionista, propio de su estilo, retrata a los políticos y funcionarios que se burlaron del pueblo al asegurar que tenían un genuino programa de salud para enfrentar esta pandemia, cuando en verdad no tenían nada.

En términos históricos, la pintura hondureña no se ocupó del tema de las pandemias ni de los desastres naturales, a excepción del huracán Mitch (1998), que motivó el trabajo de varios artistas, destacando entre ellos, la obra “Pájaro de octubre”, de Gustavo Armijo, realizada en 1998, en esa misma línea se inscribe el trabajo “Fin de siglo, Mitch y otras incertidumbres”, de Regina Aguilar y el proyecto “30 de octubre 1999”, de Xenia Mejía; con motivo de los 20 años surgió un mediometraje y un proyecto performático.

Ni el género fotográfico, por su naturaleza testimonial, se ha mostrado magnánimo con el tema de las pandemias; para el caso, de la pandemia de la viruela en 1891 y de la epidemia de la fiebre amarilla, en 1905, no encontramos testimonios artísticos.

Anhelamos que esta crisis del Covid-19, que hoy nos disuelve en la angustia, en la nada, como afirmaba Heidegger, encuentre en el arte la primavera deseada, esperaremos con paciencia los girasoles de Van Gogh.