Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido algunos detalles a petición de las fuentes.
UN HOMBRE.
Hace algunos años, un hombre, en la flor de la vida, fue condenado por asesinato a una pena que no cumplirá jamás. Hoy es un anciano decrépito, a pesar de que acaba de cumplir los cincuenta. Su principal ocupación es esperar la muerte, sobreviviendo sin esperanzas como huésped invisible en una de las cárceles del lastimoso sistema penitenciario hondureño. Nadie se ocupa de él, Dios lo olvidó, lo olvidó el diablo y solamente la muerte, con su macabra mirada vacía y su sonrisa siniestra, lo espera con seguridad en algún lugar del camino. Está convencido de que la vida es casi un juego de dados en el que algún dios perverso se divierte apostando el alma de los hombres, como si se tratara de una moderna versión de la triste historia del inocente Job. ¿Y qué hizo él para merecer aquel fin? Algo grave, por supuesto, sin embargo, se derrite el cerebro tratando de encontrar una justificación a los motivos inevitables que lo convirtieron en criminal, para librarse de sus propias culpas, como Adán, cuando le dijo a Jehová: “La mujer que me distes por compañera me dio, y yo comí”.
Siendo así las cosas, entonces, ¿de quien es la culpa de los errores humanos? ¿Qué misteriosos impulsos llevan al hombre a desviarse del buen camino? ¿Será cierto aquello de instruir al niño en su camino para que cuando sea viejo no se aparte de él? ¿En verdad existe en el hombre mala levadura? ¿Qué tan cierta es aquella teoría del psicoanálisis que asegura que el ser humano busca continuamente su propia destrucción, aún en medio de la mayor inocencia? Como dijo Ricardo Arjona: “¡Ayúdame, Freud!”
PREGUNTAS.
Con los ojos hundidos, dos ojos grandes y claros, marcados por la tristeza y rodeados por las negras ojeras que las penas tiñeron sobre una piel apergaminada que fue blanca en otro tiempo, este hombre ve hacia todos lados sin ver realmente nada. Los altos muros coronados de alambre de púas no son la prisión que lo aislaron de la sociedad y del mundo; las rejas las lleva en su propio corazón, la muerte que corre por sus venas tampoco será ese indulto que marcará el final del martirio, y ni siquiera las cuatro tablas del ataúd podrán aprisionarlo eternamente. Será reo de su culpa, una culpa de la que no se librará ni siquiera en el Día del Juicio.
Por supuesto, no es de su crimen que viene el arrepentimiento con que una vez quiso redimir su alma; hay algo más, mucho más doloroso, mucho más trágico y mucho más imperdonable que la mismísima ofensa contra el Espíritu Santo. “Deus meus, Deus meus. Sed omnia sunt in me.” (¡Ah, Dios mío, Dios mío! Tú estás en todo, menos en mí”).
Esta es su historia, una historia humana que él mismo quiso contar, que no es única y que, sin embargo, “no debe quedar enterrada en el olvido -según sus propias palabras-, y que debería servir como ejemplo para que el que pueda entender, entienda”. “¿Quo, quo, scelesti ruitis?” (¿Adónde, adónde van desventurados?).
Apoya los codos en las rodillas, junta las manos de dedos delgados, largos y helados, mueve el cuerpo hacia adelante y mira hacia el frente con sus ojos ya casi sin vida y, despegando los labios pálidos y fríos, se repite la misma pregunta: “¿Cómo esos desgraciados detectives de la DIC me descubrieron? ¿Cómo supieron que era yo el asesino? Aunque no los odio por hacer su trabajo, al menos quisiera saber qué hice mal… Siempre imaginé que jamás me agarrarían…”
UNA ESCENA.
La mujer estaba muerta, su cadáver destrozado estaba tirado al fondo de un abismo alfombrado de rocas y maleza, y a su alrededor se notaba una mancha de sangre seca, llena de hormigas y moscas oscuras. Estaba vestida. El pantalón azul lo tenía bajado a media cadera, la blusa celeste desgarrada y el sostén colgando a un lado en girones. Tenía el rostro inflamado. La habían golpeado varias veces con un objeto duro y pesado, produciéndole varias heridas que sangraron en abundancia. Luego estaban las heridas de cuchillo en el pecho y el abdomen. Eran muchas heridas, tantas, que casi no se podían contar. Los brazos presentaban hematomas, rasguños y heridas que decían que se había defendido de su atacante. Más atrás, el H-3 encontró hebras de cabello y señales de que la mujer había sido arrastrada hasta el sitio donde le habían quitado la vida. Una mirada rápida al pantalón y a los zapatos de la víctima confirmaba la teoría del detective. Más arriba estaba la carretera, o lo que parecía una carretera. Un camino de tierra arenosa sembrado de piedras y baches, bordeado por pinos ancianos y por el abismo en el que unos campesinos que recogían leña encontraron el cadáver. El H-3 se puso un cigarro entre los labios, observó todo a su alrededor y puso a trabajar su cerebro.
“Mujer joven -dijo-, no mayor de treinta años; no muy alta, delgada, piel clara, pelo teñido de rubio, de buena apariencia. Asesinada a cuchilladas en este lugar. Conocía a su agresor. Y lo conocía desde hacía mucho tiempo y, quizás, íntimamente. Vino hasta aquí por su propia voluntad. Tal vez no sabía para donde la llevaban pero confiaba en la persona que la acompañaba. Si no me equivoco, llegaron a este lugar antes de que se hiciera de noche… Es un lugar solitario, lleno de pinos y que debe ser muy oscuro y frío. Creo que el asesino estacionó el vehículo arriba, justo en esta dirección -hizo una pausa y señaló el rastro que dejara el cuerpo al ser arrastrado sobre la hierba y las piedras puntiagudas. Y agregó-: Quizás el asesino ya conocía este sitio, o lo había escogido con anterioridad para ejecutar el crimen. Su carro debe ser un 4X4. Bajó a la mujer. Esta no desconfiaba de él. Tal vez le dijo que iban a hablar. Entonces la golpeó con una llave de ruedas, a juzgar por el golpe que tiene en la frente, largo, acanalado y profundo, que hasta rompió la piel y el hueso. Luego la arrastró hasta abajo, medio inconsciente. Ya en el fondo, diez metros después, volvió a golpearla. Ella se defendió en algún momento. Él, más fuerte, la dominó, luego la acuchilló hasta matarla. Muchachos, esto es la dinámica del crimen. Ahora busquemos la firma del criminal, el sello personal”.
EL H-3.
Lo que el detective había aprendido se lo enseñaron muy bien. Era su forma de trabajar y al exponerla, le daba a cada caso un sentido casi novelesco. Así descubrió que Alma Cleotilde Grand Pérez guardaba algún secreto en el fogón de su casa en El Porvenir, así descubrió el móvil y a la asesina de la pareja de infieles… Así se ganaba la vida.
“El móvil o el motivo de este crimen es el odio. La mató con furia y se ensañó tanto en ella que muestra su cólera y su gran deseo de destruirla… ¿Qué lo llevó a esto? ¿Qué le pudo hacer esta mujer al asesino para que llegara a odiarla así? Debe ser algo grave. La trajo hasta aquí con engaños. Ella confiaba en él. Tenían algo en común. ¿Eran amantes? Es posible. ¿Lo traicionó ella? También es posible. ¿Qué otra explicación podemos encontrar? Furia, odio, deseos de destruir a la víctima… Hay que encontrar una posible respuesta para hacer el perfil del criminal”.
LA MUJER.
Se llamaba María, tenía un hijo de diez años, era soltera, trabajaba con el gobierno y acababa de cumplir treinta y un años. Sus familiares, una hermana adolescente y un primo lejano menor de edad. Vivía en una colonia de clase media baja (si es que existe esta clase social todavía) y no era muy amigable que digamos. Es más, apenas tenía tres meses de haberse mudado a aquella casa.
“¿Tenía su hermana algún amigo especial? ¿Algún novio? ¿Alguien que la visitaba en su casa?”
La hermana, sollozando, dijo que no sabía nada.
“¿A qué hora salió su hermana de su casa?”
“No sé. Ella quedó en la casa. Nosotros fuimos a un retiro de la iglesia… Cuando regresamos, en la tarde, ella ya no estaba…”
“¿A qué hora regresaron del retiro?”
“A las cinco.”
“¿Tenía teléfono celular su hermana?
“Sí”.
“¿Cuál es el número?”
El H-3 anotó el número en una libreta, la infaltable compañera de un detective de homicidios.
“Háblale a tu sobrina para que nos ayude… Este es el número…”
“¿Sin autorización…?”
“Solo es información para nosotros… El fiscal sabrá qué hacer cuando encontremos al asesino”.
“¿Estás seguro?”
El H-3 no contestó.
EL FISCAL.
La casa de la víctima era pequeña. Dos cuartos, una sala comedor, un baño, cocina amueblada y patio enlosado. En su cuarto, una cama matrimonial, sin espaldar, una cómoda alta, un televisor y un clóset mordido por la polilla. Los técnicos no sabían qué era lo que buscaban pero ahí estaba el H-3, con los ojos abiertos y el cigarro apagado entre los dientes, esperando.
En una de las gavetas de la cómoda estaba un neceser con llave. El fiscal autorizó que forzaran la cerradura. Lo que la mujer guardaba allí eran papeles, ordenados encima de varias fotografías viejas, de varias tarjetas románticas y entre tres rosas disecadas, amarradas con una cinta rosada. El fiscal se acercó. Un técnico puso el neceser sobre la cama. El H-3 guardó el cigarro.
“Manejemos esto con mucho cuidado -dijo-; en las tarjetas pueden encontrarse huellas digitales…”
Ante los ojos del detective estaba un sobre nuevo, recién abierto. Lo sacó y lo abrió despacio. Eran los resultados de varios exámenes médicos realizados una semana antes. Paseó la mirada por los papeles, que apenas sí entendía y, de pronto, llamó al fiscal.
“Este es el motivo”.
Su voz fue un susurro. El fiscal lo miró a los ojos, como esperando una explicación.
“Encontremos al amante”, agregó el H-3.
PERFIL.
“Estamos ante un hombre joven -dijo el detective-, entre los treinta y cinco y los treinta y siete años, fuerte, delgado, tal vez fornido, de piel trigueña, quizás trigueña clara, alto, bien parecido, casado, con hijos y quizás ingeniero de profesión”.
“¿Por qué esa deducción? ¿Estás adivinando o estás perdiendo el tiempo jugando al Sherlock Holmes?”
El H-3 sonrió pero no dijo nada. Movió la cabeza hacia los lados en aquel gesto con el que mostraba la lástima que sentía por la ignorancia de sus detractores.
Continuará la próxima semana...