Los pueblos buscan siempre aquello que fortalezca su identidad, como que perciben que sólo aglutinándose alrededor de la defensa de su territorio ––y antes de su historia, su lengua y su religión–– pueden conservarse unidos.
Es la lucha acontecida tras la emancipación centroamericana, cuando las fuerzas reaccionarias aspiraron nuevamente a la dependencia y se anexaron a México, hasta que otra vez ese principio subconsciente de unitarismo triunfó y se retornó al carril correcto de la propia nacionalidad.
La aventura en que Morazán invierte sus energías y a la que concluye rindiendo su alma no es más que la continuidad del mismo y pretérito combate de resistencia contra la sujeción, combate que ya había tenido excelsa representación en el indígena lenca Elempira (entre otros caudillos locales), capaz de activar en armas a una extensa área de cuatrocientos kilómetros y 30 mil habitantes guerreros, desde Gracias hasta el valle de Sula.
Es el mismo espíritu de rechazo a la dominación ajena que permeó el período de la colonia, cuando el reino británico pretendió, por medios de presión política, militar, económica y de soborno, apoderarse de la entera costa este del istmo, y para lo cual coronó, incluso, reyes de paja en Mosquitia.
Excepto que el imperio inglés no contó, entonces, con la fortaleza que las raíces telúricas proveían a españoles, criollos, mestizos y mulatos para oponerse a ese designio invasor, al que combatió con todos sus recursos.
Como episodio de la misma trama fue el acontecido en la década de 1850, cuando un filibustero norteamericano que se sentía iluminado por dios, William Walker, intentó reconstruir en Centroamérica el sistema esclavista que había fracasado ya en el sur de su país.
Y los pueblos del mundo, pero sobre todo los de la antigua Federación regional, se levantaron airados con rugidos de león, se apuñaron junto a un mismo estandarte de libertad y expulsaron con balas al transgresor. Es más, lo enterraron en un predio junto al océano, para que se oxidara y nunca despertara de nuevo.
Y cuando el gobierno hondureño estuvo a punto de conceder de más a los anglos en la devolución de Barbareta, Utila, Guanaja y Roatán, fue el pueblo el que protestó y lo obligó, junto con el influjo del Senado norteamericano, a rectificar. Y cuando un cura soberbio quiso imponerse sobre el gobierno constituido y armó en 1860 una grosera revolución no teológica sino egoístamente personal, la gente dijo no, la separación entre fe y gobierno es constitucionalmente correcta y debe imperar. Y más tarde, en 1911, cuando un vil congreso de Nicaragua aceptó que su patria pasara a ser asociada de Estados Unidos, Centroamérica toda, y particularmente las municipalidades de Honduras, protestaron indignadas y se sublevaron, y convocaron a mítines semanales, y suscribieron uno de los más hermosos libros de la historia dedicado a exaltar la dignidad patria.
Y cuando por los mismos tiempos se estuvo a punto de suscribir un contrato con la casa Morgan estadounidense, el que concedía la administración de aduanas e hipotecaba a libre arbitrio las rentas estatales, viendo que otro ruin congreso hondureño estaba a punto de ratificarlo, el pueblo en masa de Tegucigalpa hizo saber a los legisladores que a quien lo aprobara le pegarían un tiro nomás salir del hemiciclo.
Formas rudas de resistencia, desde luego, pero el contrato no pasó.
Y cuando en julio de 1969 el miniimperialismo del ejército salvadoreño, que no del pueblo cuscatleco, pretendió robarse los territorios hondureños de oeste y sur, la respuesta ciudadana fue ejemplificante, al grado de no haber permitido más que ocho kilómetros de profundidad en aquella conquista, ansiosa de llegar hasta Puerto Cortés. Lo que implica que tenemos unos quinientos años de luchar contra los imperios y su maldad.
Feliz cumpleaños, pues, espíritu de resistencia hondureña. Mientras existas, la patria no podrá morir.