En el entramado de cualquier democracia, la libertad de prensa es el pilar que sostiene la transparencia y la rendición de cuentas. Es la ventana a través de la cual la sociedad observa el actuar de sus gobernantes y juzga su eficacia. Pero, en tiempos de crisis, cuando el gobierno tambalea bajo el peso de su propia incompetencia, la censura emerge como su última y más desesperada estrategia. Porque, cuando los hechos son innegables; cuando el hambre, la inseguridad y el desempleo golpean cada hogar, el poder no puede modificar la realidad, pero sí la percepción de ella. Y para eso, debe controlar la opinión pública.
Ya lo decía Dagoberto Rodríguez, un respetado periodista, al recibir el Premio Álvaro Contreras: “No dejarnos avasallar, amenazar, intimidar y ceder ante los que ejercen el poder de manera arbitraria, abusiva, autoritaria e impositiva... Sin periodismo, no hay democracia ni libertades”, remató, tras solidarizarse con sus colegas que en estos momentos enfrentan amenazas y acosos por parte del gobierno, como el caso del veterano periodista Rodrigo Wong Arévalo, luego de que las Fuerzas Armadas de Honduras (FF AA) emitieran un comunicado intimidatorio y amenazante.
El argumento es siempre el mismo: “Hay que proteger a la sociedad de la desinformación”. Cuando un gobierno se erige en juez de lo que es “noticia falsa” o “interés público”, está decidiendo, en realidad, qué ciudadanos merecen saber y cuáles no.
Porque el que controla la información, controla el pensamiento; y el que controla el pensamiento, controla el poder. Y eso, señores, no es socialismo: es tiranía, y ya no se hace con militares irrumpiendo en redacciones como en los gobiernos de los ochenta. No hace falta silenciar a los periodistas con balas como en el golpe de Estado del 2009, cuando ahora fácilmente se les puede ahogar con procesos judiciales. No es necesario pagar coimas a la prensa como en la dictadura de Hernández.
Ahora, en tiempos del “socialismo” se despliega una estrategia múltiple:Primero, la difamación selectiva: Se crean campañas masivas para desprestigiar a los medios críticos. Se les acusa de conspiración, de servir intereses extranjeros, de difundir “noticias falsas”. Se ridiculiza a los periodistas y se les exhibe como traidores.
Segundo, el monopolio de la información: Se compran medios, se presionan empresas para que retiren publicidad en los periódicos incómodos, se amenaza a periodistas con despidos. Los canales estatales se convierten en fábricas de propaganda, vendiendo una realidad donde el líder supremo es infalible y la crisis solo existe en la “prensa tarifada”.
Tercero, las “leyes mordaza”: Se aprueban regulaciones ambiguas contra la “desinformación” que, bajo el pretexto de proteger la verdad, solo sirven para castigar el disenso. Se criminaliza la crítica, se castiga el periodismo investigativo. La censura se disfraza de legalidad.
Y este socialismo rural sabe que controlar la narrativa significa controlar el país. Han aprendido que no es necesario resolver los problemas, sino convencer a la población de que esos problemas no existen o que son culpa de “enemigos invisibles”. El hambre, la violencia y la corrupción pueden ocultarse tras un muro de propaganda. La realidad se borra con titulares diseñados en despachos oficiales.
Pero la verdad no conoce banderas. Periodistas valientes continúan arriesgándose; plataformas digitales buscan formas de eludir los bloqueos; ciudadanos recurren a redes alternativas para informarse. La libertad de prensa no es solo cuestión de medios y periodistas; es responsabilidad de toda la sociedad.
Lo que está en juego no es solo el derecho a informarse; es el derecho a conocer la verdad. Y sin verdad, solo queda un país manipulado, domesticado, incapaz de cuestionar el desastre que nos encierra