En el pasado reciente, el partido que ganaba el premio mayor gobernaba cómodamente con el apoyo de un parlamento que contaba con una mayoría de color afín al de su presidente.
A partir de 2002, las cosas se le complicaron al ganador (el Partido Nacional), como quedó evidenciado con la elección de un nuevo Ombudsman para sustituir al Dr. Leo Valladares Lanza: una hábil maniobra de último minuto del Partido Liberal dejó al partido oficialista con una cámara dividida en dos (64-64), empate que no se zanjó sino hasta que los nacionalistas retiraron su candidatura al cargo para lograr el consenso final que llevó a la elección unánime del Dr. Ramón Custodio López (QDDG).
Para que esto no volviera a ocurrir, el partido de gobierno pactó con el Partido Demócrata Cristiano de Honduras (PDCH) una “alianza de gobernabilidad” que le permitió navegar sin contratiempos durante esa gestión, aprobando todo aquello que requiriera mayoría simple de votos.
Cuatro años después, el Partido Liberal acudió al mismo recurso para garantizar el control del Congreso Nacional, consolidando al PDCH como “partido bisagra”.
Esta nueva configuración del electorado -que obligaba a los ganadores del solio presidencial a unirse con un tercero para lograr la mayoría necesaria- brindó a los democristianos una “época dorada” que se extendió hasta 2014, cuando la fragmentación del voto posterior al golpe de Estado de 2009 introdujo nuevos actores a la cámara.
Durante todo ese tiempo “glorioso” los democristianos colocaron piezas suyas en órganos colegiados, de arriba abajo, y cogobernaron a conveniencia, como ocurre en los países con frágiles mayorías.
Entre 2014 y 2018, el Partido Nacional debió pactar con su acérrima cocora (los liberales) para contar con la fuerza necesaria para apoyar la labor del Ejecutivo desde el Poder Legislativo.
Ese acuerdo “anti-natural” demostró que “las cosas habían cambiado” para siempre en el país desde 2002, pues el cuatrienio 2010-2014 y aquella mayoría apabullante obtenida por los nacionalistas en la azarosa elección del 2009 solo era explicable por la fractura irreversible de los liberales y el boicot activo de buena parte de los votantes.
El 2021 arrojó un resultado electoral que puede compararse a los de 2001 y 2013. Una coalición de partidos ganó la competencia presidencial, pero la variopinta composición del Poder Legislativo correspondió a la difusa correlación de fuerzas que compitieron de manera separada en ese nivel electivo.
Así como el Partido Nacional debió aprender en esos años que no podría gobernar solo, el oficialismo ha de entender que solitario, “divorciado” de su aliado y sin acuerdos interpartidarios, no podrá salir avante con su acre agenda, por más que patalee y vocifere en redes sociales y foros. Sin “muerte cruzada” ni “votos de confianza” en la Carta Magna, no queda más que conversar y ceder sin lloriqueos ni amenazas, porque los votos que se pierden por sesión al final suman en el rosario de la desconfianza y el desgobierno