Columnistas

Recientemente viví -una vez más- la extraña experiencia de ser obliterado de los registros históricos de uno de esos tantos espacios en que he incursionado a lo largo de los años. No era la primera vez que me ocurría. No es agradable, pero hemos aprendido a verlo como uno más de los gajes del oficio, que suelen acompañar el ejercicio de la franqueza y el criterio propio.

De mi padre, que era un sujeto provisto de una ética y principios que le garantizaban la incomprensión de no pocos, aprendí que las afrentas pueden asumirse de muchas maneras. Se pueden enfrentar en silencio y con estoicismo (esa era su versión personal de “poner la otra mejilla”), pagando mal con bien (“nobleza obliga” solía decir) o de la manera que más lo vi hacerlo: con olímpica indiferencia. Todos sus hijos e hija aprendimos, más por ejemplo que por admonición, que las circunstancias dirán cuál es la más adecuada.

De todas ellas, yo siempre admiré su forma de emplear la última, pues lo hacía implacablemente. En cualquier caso, su respuesta a cualquier agravio era digna y consecuente, sin guardar rencores inútiles.Siempre me sorprendió con su inconsciente práctica de olvidar el nombre (y a veces la cara) de quien le había ofendido o incomodado: literalmente borraba el registro nominal y facial de la gente. Nos hacía reír de tanto en tanto con su recurso (ese sí, muy consciente) de referirse con un nombre diferente, casi siempre improbable, a toda aquella persona que le inspiraba desconfianza o que le desagradaba por algún mal trato dispensado en el pasado; era tan consistente en el uso del “nuevo nombre” que terminaba utilizándolo como si fuera el real.

Eso sí, nunca empleó sobrenombres o apodos, pues le parecía de “baja ralea” y propio de incultos; era coherente al respecto, pues nunca le escuché decir procacidad o expresión soez alguna.En una de esas ocasiones en que experimenté la exclusión mencionada en el primer párrafo, mi reacción inicial fue de indignación pues nos ocurrió de forma inesperada, con la “guardia baja”, en acto público (“en cuadrilla y descampado”).

Días después, respondí a la usanza del paterfamilias, dedicando un sentido texto de homenaje en el espacio que este diario me ofrece semanalmente, pues el ultraje recibido no borraba para nada el cariño a la institución y mucho menos la verdad que consta en los registros estatales. “Nobleza obligaba” ante la villanía inexplicable y artera.Con frecuencia hemos podido observar que hay una tendencia extendida entre nosotros de no reconocer los méritos de quien no goza de nuestros afectos o no coincide con nuestros cánones y parámetros (cualesquiera estos sean).

Bien sea por ligereza, falta de sensibilidad, intolerancia, envidia o ruindad, la descalificación es moneda de curso común en nuestra sociedad y lleva a desconocer el aporte individual o colectivo de personas en una actividad o proyecto común.Sirva el episodio para la reflexión. Pensemos antes de hablar y de tachar a los demás. La prudencia es buena consejera y, por escasa, muy valiosa.