Columnistas

Nadie escarmienta en cabeza ajena

La vida está llena de momentos de aprendizaje. Muchos de ellos ocurren a temprana edad, ofreciéndonos la oportunidad de aprovechar sus lecciones en el tránsito de nuestra existencia.

Aunque nadie lo recuerde años después, procesos que hoy ejecutamos sin mucho pensar como guardar el equilibrio en dos pies, caminar y hasta correr fueron una sucesión ininterrumpida de prueba y error, con caídas, llanto y obstinación de por medio. Antes, durante y después de cada uno de esos efímeros logros y fallos, la gran mayoría de las personas fue rodeada con amorosas voces de aliento, esas mismas que nos consolaban cuando errábamos y que nos animaban a volver a intentarlo.

Una vez que logramos el dominio de la postura erguida y comenzamos a desplazarnos por doquier, comienza esa exploración sinfín del mundo que nos rodea, que acarrea más de un dolor de cabeza a nuestras madres y cuidadores. Vienen con ello también nuevas pruebas, nuevos desafíos, nuevas enseñanzas.

Recuerdo -como si fuera ayer- el día que a mis cinco años aprendí una de esas útiles lecciones en el enorme carro Lincoln Continental de mis tíos. Era tarde de domingo y en ese tiempo era común “dar una vuelta” por el viejo Toncontín y recalar en un conocido Drive-Inn, ubicado al frente de la terminal. Mientras primos y primas competían por ser el primero en ordenar una malteada, yo me fijé en un pequeño botón en medio del tablero y, cuando nadie me observaba, decidí presionarlo. En medio del barullo, no hubo quien se percatara que el mecanismo que yo había puesto a funcionar había operado a la perfección... hasta que un agudo grito de dolor concentró toda su atención en mí hasta ese instante ignorada presencia y acciones. Yo, travieso chiquillo, sostenía firme en mano izquierda el encendedor de cigarrillos... mientras un adolorido dedo índice de la manita derecha me “ayudaba” a entender, de manera ejemplar y para siempre, que las advertencias que me habían hecho papá y mamá de no acercar mi mano a superficies calientes eran lastimosamente certeras.

Después de esta vinieron muchas más lecciones, algunas acompañadas de desdén por las reconvenciones parentales, que a la larga terminaban dándoles razón a los consejeros. Una y otra vez, sopapo tras sopapo, como gustaba decir mi padre, que siempre sonreía al recordarme que no atendía consejos, hasta que ya era muy tarde. Ciertamente, nadie escarmienta en cabeza ajena y yo era la mejor prueba de ello.

Hace años mi pequeña hija Paula María tuvo su pequeño adiestramiento térmico con el comal en que se hacen las tortillas del hogar. Sin que nadie se percatara, acercó su dedito a la superficie metálica caliente (esa misma a la que hemos dicho que no se aproxime) y supo por qué mamá y papá insistían tanto en no hacerlo. Algún día iba a ocurrirle lo que a mí..., y al fin sucedió.

Ese día, esbozando una sonrisa como las de mi padre, dejé escapar un suspiro y supe que mi hija y yo comenzábamos nuestra propia versión de aquel camino lleno de sopapos, que inició hace muchos años en una hermosa tarde de domingo.