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Los hondureños y los libros, ¡qué pereza!

La primera necesidad que cubrió la escritura fue registrar los negocios, hacer cuentas, apuntar deudas y deudores. La inventaron los sumerios sin querer, en sus antiguos pueblos donde ahora es Irak. Escribían en tablillas de barro, que luego eternizan en hornos. Símbolos cuneiformes -como cuñas- que ahora los expertos pueden leer.

Antes de que estos adelantados de Sumeria vinieran a martirizarnos con este ejercicio obligado de leer y escribir, y de marcar la división entre prehistoria e historia, el mundo era más fácil con escuelas de oyentes; y las leyendas pasaban de boca en boca, nada de librotes de 600 páginas pesados y caros.

Los narradores iban por los pueblos con su canción de gesta, exagerando hazañas de héroes fantásticos, bandoleros imposibles y el infortunio de ciudades desconocidas; cada vez la historia cambiaba nombres y lugares, se acomodaba, se desvanecía.

Aquellos bardos, que actuaron siete siglos antes de nuestra era, habían aprendido su arte, sabían hacer énfasis y pausas, causar suspenso, ganar atención, y hasta musicalizaron sus fantásticas historias tal vez con una pequeña cítara y un par de timbales.

Siglos y siglos después los egipcios descubrieron que unas cañas que estorbaban el Nilo podían servir para algo más, y tras un proceso rudimentario y aburrido con ese junco formaron un pliego que llamaron papiro; fue un gran negocio por mucho tiempo.

En Pérgamo lograron curtir pieles de terneros y corderos para crear lienzos -por la ciudad en latín los llamaron pergaminos- que sirvieron para escribir, documentar su historia. Ya en el año 105 de nuestra era los chinos -que inventaron casi todo- crearon el papel a partir de la corteza de los árboles y restos de cáñamo.

Pasaron 600 años para que en occidente se enteraran de este increíble descubrimiento, y fue cuando los árabes -también muy listos- asaltaron los pueblos chinos y los obligaron a contar su secreto: cómo se fabricaba el papel a cambio de sus vidas.

En el año 1048, otra vez los chinos, inventaron la imprenta con tipos móviles de bambú y porcelana, algo complicada. Siglos después, el alemán Gutenberg creó su propia máquina con letras metálicas. Rápido se expandió por Europa y surgieron los periódicos impresos que ahora leemos y los inestimables libros que los hondureños desdeñan.

Los libros transformaron la historia, la cultura, el pensamiento, el desarrollo, las formas de vida. Las sociedades más cultas tuvieron la oportunidad de crecer, de armonizar la convivencia, el auge comercial, alimentario, sanitario e infraestructura.

Por eso es descorazonador que más del 60% de los hondureños jamás haya leído un libro, según datos de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán. Desde luego, inciden el analfabetismo, la baja escolaridad y los precios de los libros, pero en la mayoría de los casos se trata de desidia y pereza mental. Eso casi explica el país que tenemos.