Columnistas

Literatura púbica

Así calificó un participante del reciente congreso sobre literatura ––convocado por la Universidad Tecnológica de Panamá–– a la escrita por ciertos autores, y particularmente autoras, donde se describe con fotográfica realidad, más que metáfora ni fantasía, la experiencia sexual, tornando a esta materia en el centro o tema único del poema o cuento.

Sin recatos ni gazmoñerías, menos religiosidades hipócritas, lo que se quiso decir es que está bien que nos regalemos de cuando en cuando con un sabroso, y mejor si bien escrito, poema erótico, pero que también lo erótico se compone con niveles que ciertos escritores parecen desconocer u olvidar.

En el edificio poético ––rascacielos, torre babélica de la poesía–– existe un primer piso que es la cruda descripción del coito, pintura llana y directamente expuesta y donde quizás ni hay estética sino pubertad, pene y vagina, adolescencia literaria por veces perversa (Sade).

Luego se asciende a la sensualidad aérea, a la vez concreta y hormónica, en torno de la que algunos narradores han compuesto sus mejores logros (ejemplos ideales, obviamente, van desde Safo a Henry Miller), pero también donde otros se desbarrancan con rudeza y probablemente grosería, ya que algunas obras se leen u oyen más bien como láminas de órganos de reproducción, atlas de anatomía...

El tercer plano es lo erótico y, ah, allí sí, empieza a develarse el maduro escritor pues es la fase de comprensión del eros y el ethos, de la relación entre cuerpo y cosmos, del semen no como evacuación obligada sino cual audacia del amor.

El óvulo deja de ser canasta recipiente para personalizarse en fruto futuro, esperanza redonda, espacio de bella lucidez femenina. Es cuando surgen Longo, autor de la primera novela amorosa en el siglo VI a., de C; Lesbos o Nabokov y Clementina Suárez.

Los filósofos de la armonía sensual y sexual, profetas del gozo puro, residen en otra terraza superior, que es la eroticidad, donde escriben sobre la complicidad de posesión y júbilo, sobre las siete luces del arcoíris del orgasmo, vistas sólo por quienes ascienden al conocimiento de que el amor no es dominio sino fraternidad, regalo y entrega, sacrificio y voluntad que se concede, no sólo pasión.

Los representantes de esa superior escuela son Bocaccio (“Decamerón”) y el británico John Donne, así como ––en lecturas modernas–– lo que más insólito puede recomendarse: una novela pornográfica, la humanista de todas, “Fanny Hill”, envuelta en humor, picardía e ilusión.

Pero cierta literatura contemporánea no asciende, jamás, a tan gratas y conceptuales alturas sino que se desbarranca en la conjugación de un solo, primitivo y tosco verbo: coger. Y como se decía en el congreso citado, muchas veces bajo la sombrilla teórica de la liberación de las mujeres. O sea que ciertos feminismos caen en la trampa de su propia desesperación contra el machismo y reproducen, precisamente, posturas ideológicas del varón: las de la seducción irresponsable, asépticamente física (a que todo mundo tiene derecho, obvio, pero ahora hablamos de representación poética, no de escogencia particular o seminal).

Y lo que hubiéramos deseado nos iluminara al leer el poema más bien ensombrece: la mujer, aunque lo disimule el escrito feminista, prosigue siendo objeto, cosa aprovechada y útil, nube de hormonas sin manejo ni dirección. Se la penetra, no recibe; absorbe, no domina; la única personalidad que de ella se revela es dos piernas que se abren, no dos valvas cerebrales que similarmente gobiernan (o deberían) al mundo.

Tema ardiente, diría candecente, ojalá genere y provoque reflexión.