Columnistas

Estancamiento y reforma política

En cierta ocasión, un periodista pidió a Ludwig Erhard una definición sencilla de Economía Política. El estadista contestó que “no hay economía, solo hay política”.

Erhard, considerado el padre del llamado “milagro alemán”, rescató a Alemania de la derrota, la destrucción y la humillación de la Segunda Guerra Mundial, y la convirtió en potencia planetaria. ¿Cómo pudo Erhard, economista de profesión, anular la economía con el peso de la política?

La aparente exageración envuelve dos economías: la teórica de las academias y la práctica económica de los gobiernos. A esta se refería Erhard. Es decir, los que saben, pero no pueden, ofrecen análisis y consejos a los que pueden, pero no saben.

Es un arreglo muy práctico: los expertos aconsejan, los políticos deciden y los administradores implantan. La confusión de estos roles jamás queda sin castigo.

Y aquí están la validez de los políticos y de su poder, más legítimos cuanto menos se alejan del bien común. Hay, pues, una necesidad imperiosa de políticos competentes y partidos formales, para construir, mantener y respetar la institucionalidad nacional. Sin instituciones no hay democracia ni gobiernos sostenibles, ni economía sana, ni progreso real. Sin esta legitimación, la política es una estafa.

La crisis que vive el mundo, más compleja y peligrosa que ninguna otra anterior, revela el deterioro generalizado de las instituciones, aun en países y regiones con institucionalidad y democracia consagradas por el tiempo, por la calidad de sus líderes y partidos, y por la fuerza de sus convicciones ideológicas. Esa crisis es consecuencia de las fracturas que la obsolescencia institucional y política de las potencias mundiales ha provocado en el poder, que hoy cambia de naturaleza.

Como observa el analista internacional Moisés Naim (MIT. Banco Mundial. Carnegie endowment) en su libro “El fin del poder”, el poder político está hoy más en las calles más que en las casas presidenciales; las grandes corporaciones pierden espacio ante emprendedores pequeños y creativos; los ejércitos no luchan entre sí, sino con grupos no profesionales de civiles armados.

Nosotros, después de 200 años de independencia, aún no hemos construido las instituciones que darían contenido, perspectiva y progreso a la política y a la economía del país. La mayor carencia ha estado en la política. Hemos tenido políticos, pero escasos estadistas; tenemos partidos electorales y de reparto, pero no estructuras partidarias permanentes; con varios partidos en la escena electoral, seguimos siendo un país bipartidista. Ahora bien, como preguntó el artículo precedente, si después de 40 años de intentos ningún partido nuevo ha logrado el poder, y cuatro han desaparecido, ¿no indicaría esto que el país, en su conjunto, sigue siendo tradicionalista? Y esta realidad, ¿no sería congruente con el atraso educativo del país?

Dos grandes estadistas, Juan Manuel Gálvez (PN, 1948-1954) y Ramón Villeda Morales (PL, 1957-1963), comenzaron a construir las instituciones económicas, fiscales, sociales y políticas del país, después de 127 años de crudo ejercicio rural.

Cualesquiera sean las razones, ambos partidos fueron incapaces de continuar el rumbo trazado por sus dos estadistas, y antes bien, provocaron un apagón militar de 17 años. Sin embargo, con sus ruralismos y sus lacras, entre los dos han mantenido la mínima estabilidad y los mínimos progresos de la nación durante más de cien años. La terca experiencia de cinco generaciones nos grita que sin reforma política seguiremos estancados, y que esa reforma debe partir de la actualización de los dos partidos tradicionales.

Esa es la tarea. Continuar añorando los pasados autoritarios, creer que el país no tiene salvación sin tal o cual líder o partido, seguir pensando como colorados y cachurecos, continuar las prácticas del fraude, del trinquete y de la zancadilla, esos ya no son errores. Son agravios criminales para Honduras, que arrebatan la esperanza a las nuevas generaciones.

*Analista