Columnistas

Episodio de incordia colectiva

Hacía calor en la pequeña agencia bancaria, aun con el vetusto aparato que esforzaba toda su maquinaria para climatizar el lugar. Dos lentas filas de sudorosos clientes copaban el breve espacio, aguardando su turno para ser atendidos por un par de sofocadas cajeras. La fila de la izquierda era la de las “personas de la tercera edad”, mujeres y hombres encorvados, de pelo canoso, que se recostaban en una pared contigua para descansar una u otra pierna; los más débiles se turnaban en el uso de una tosca banca de madera que un guardia generoso les había acercado.

Yo estaba en la otra fila. Una mujer y un hombre, cada quien con pequeños hijos, esperaban su turno antes de mí. Después de una hora, casi lograba mi propósito de pagar por un par de constancias municipales. Durante todo ese tiempo, me entretuve viendo las travesuras de los chiquillos de enfrente y conversando con un par de señoras a mis espaldas.

Cuando se espera por obligación entre muchedumbres, se genera una camaradería temporal con personas desconocidas, sin reparar que continuarán siéndolo después del “rompan filas”. Unidos en propósito y penurias, se produce un repentino sentimiento de solidaridad y empatía, que trasciende posiciones sociales y hasta podría decirse que el grupo llega a “cobrar vida propia”, reaccionando incluso al unísono ante estímulos comunes. No me pareció raro por ello que la incomodidad se hiciera patente entre los y las presentes, cuando un sujeto ingresó a la agencia y se fue directo a la caja, sin hacer fila. Tres puestos detrás del mío, un hombre joven reclamó por todos increpándolo con un tono de voz que desahogaba no solo el hartazgo de la espera, sino el de las calamidades del diario vivir en este país tropical. El abusivo llevó su mano al cuello de la camisa dirigiéndole un gesto burlón, para indicarle que gozaba de privilegios. En un abrir y cerrar de ojos, sin decir agua va, quien protestó se fue sobre el insolente y le atinó una sonora trompada que tomó por sorpresa a cajeras, guardia y clientela.

En medio de amenazas mutuas que prometían plomo y estocadas, el guardia y un padre de familia lograron separarlos. Cabezas asentían en silencio, aprobando el ejemplar castigo al irrespetuoso. Este, algo mallugado, logró concluir a trompicones su trámite y se retiró aligerando el paso, mientras dedicaba una y mil maldiciones al “vengador”. Este le miraba fijamente, aceptando de viva voz el reto en el palenque que tuviera a bien proponer. La calma volvió al recinto. Los niños —que habían interrumpido su juego— lo reanudaron, inocentes. Llegado mi turno, la cajera me explicó que me hacía falta una boleta de cobro y palidecí pues tendría que hacer fila de nuevo. Tres puestos atrás, el “vengador” se percató de mi situación y dijo en voz alta: “¡Vaya a traer su boleta varón y regrese!”. Levantando la ceja le pregunté: “¿Pero no me va a decir nada, verdad?”. Divertido contestó: “Tranquilo hombre, usted hizo cola con nosotros”. Todos en el banco rieron a carcajadas...y yo, muy aliviado, también.