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El misionero

Su vida se propaló en leyendas: que leía la mente, que hablaba tolupán y pech para ganar adeptos y que -antes de su muerte, un 27 de noviembre- el lago Yojoa concluiría secándose. Durante un siglo los sampedranos creyeron que cuando un crucifijo que él sembró al pie del Merendón se diera vuelta, desaparecería la ciudad. No resultaron sus vaticinios, a pesar del desastre ambiental moderno, pero es innegable que la figura del Santo Misionero, Manuel de Jesús Subirana (1807-1864) impregnó el alma inocente del hondureño común y de los creyentes católicos.

Los salvadoreños recuerdan su presencia pero no su nombre, advierte Santiago Garrido, autor de un libro sobre el “santo” (1964). En cambio en Honduras “perdura vivo” pues fue “un sacerdote extranjero que recorrió el territorio, de manera particular Yoro y toda la costa norte, sembrando la semilla de dios”, al grado que el ilustre historiador John Morán sospechaba que el segundo presbítero no identificado que consuela al filibustero William Walker en los instantes previos a su fusilamiento (Trujillo, 1860), y que lo confiesa, era Subirana.

Nació en hogar pobre de Manresa (Barcelona, ante la serranía Monserrat donde vivió Ignacio de Loyola), ingresando al seminario y la escuela de la Compañía de Jesús como, a la vivencia política, por la división social que crearon las Cortes de Cádiz (1821-1823) y el funesto Fernando VII. Viaja a Cuba, lar de esperanza, dentro del séquito del nuevo arzobispo de Santiago, un teólogo luego conocido como “san” Antonio María Claret.

Arriban allí y sorprende a Subirana el volumen humano de la isla: millón y medio de habitantes, entre ellos 600,000 negros (esclavos y mulatos precoces), 60,000 chinos o “coolies” (vistos con desdén), 30,000 extranjeros y criollos o peninsulares españoles (los blancos con dinero y gobierno).

Hacia 1862 ya predicaba en Honduras, rodeado con prodigios. En San Nicolás adivinó que un hombre rezaba oraciones supersticiosas; en La Ceibita regañó a otro que mintió al no botar un amuleto mágico; en Sulaco denuncia a uno que va a casarse pero que tiene otra familia con cuatro hijos y lo obliga a casarse con esta; en Intibucá revela robos ocurridos ocho años antes y culpa a otro por esconder un libro con herejías. En las predicciones le fue mejor pues advirtió que cambiarían las estaciones y se confundiría cuándo sembrar; que el ferrocarril ocasionaría gran deuda a la república y que extranjeros se adueñarían de las tierras de la costa. Que vendrían misioneros con libros y dinero a engañar incautos y destruir la fe; que habría tantas guerras en países vecinos que los cadáveres infestarían el aire.

En Esquías dijo a cierta Cornelia que pariría una hija adivinadora, como fue; en Cuevas (hoy Trinidad) que el cerro se derrumbaría y que mudaran la sede de la ciudad; en Ocotepeque murmuró: “hermosa ciudad, lástima que deba desaparecer”, como aconteció en 1934; llegando a Colinas anticipó que lo esperaba un campesino moribundo; en Guaimaca expulsó siete legiones de demonios (la tierra tembló, el ganado bramaba); en Orica dominó los elementos y en Rancho Grande (Esquías) multiplicó una ollita de arroz para dar a la muchedumbre. Interesante personaje que cumplirá pronto 160 años de habernos admirado.