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Los sumilleres (sommelier), esas personas expertas en vinos y licores que sugieren las bebidas apropiadas para cada ocasión, suelen decir que el mejor vino para cada quien, no es aquel que suma varios ceros en el precio, que cuenta con muchos adeptos o mejor se cotiza entre los conocedores, sino aquel que más nos gusta. Michel Rolland, considerado gurú del oficio y “la mejor nariz” de su especie, confirma ese repetido dicho, sin que su profundo conocimiento sobre la enología nuble su sentido común. Tan famoso en lo suyo como cualquier deportista de élite, rescata las bondades del buen libar e insiste que el gusto personal debe privilegiarse sobre la opinión general: no es que no haya malos vinos, sino que la mayoría son bastante buenos, incluso los baratos; es por ello que recomienda dejarse llevar por el placer del sentido del gusto y el olfato, por encima de poses y discursos (luce como “corrección política” sino ¿para qué hay enólogos?).

Quienes catan café, quizás no estén tan de acuerdo con una frase similar: “El mejor café es aquel que más nos gusta”. Los amantes de esta bebida sabemos bien que la perfecta combinación de cuerpo, acidez y amargor, aroma, color, textura, crema, que se complementan con otras características como tueste, tipo de planta de café y lugar de origen, nos regalarán una taza única y especial. Ya sea un “Blue Mountain”, un Kenia AA, un Kopi Luwak (sí, el carísimo aromático asiático que antes ha digerido y expulsado una civeta) o un Geisha de Finca La Salsa, en Las Vegas, Santa Bárbara, ganador de la taza de excelencia, el sentimiento de extasío no lo produce cualquier cosa.

Pero a veces -y no siempre contadas veces- “el mejor café” lo es, no por su calidad, sino por la historia que lo abraza. Así le ocurrió a una buena amiga que recibió una invitación de un conocido “para tomarse un cafecito” en el centro de nuestra vieja capital. Después de una larga jornada universitaria, la tarde era perfecta para degustar un aromático y nuestra protagonista aceptó gustosa la oferta. Imaginándose en el antiguo Marbella o “El Café de Pie”, caminó con su acompañante, saboreando en la mente y por anticipado el tibio líquido. Pero su anfitrión debía cumplir con una obligación antes de complacerla, así que ingresaron al antiguo local de una conocida funeraria. Respetuosa, la invitada le acompañó en su triste circunstancia de ofrecer pésame a los dolientes, lo cual este hizo contrito y cariacontecido. Sólo restaba retirarse del lugar, cuando ella vio que su camarada le hacía señas desde el otro extremo de la capilla ardiente. Ella se acercó y él la tomó de la mano, llevándola a una pequeña sala donde un hombre de corbatín, ceremonioso, portaba una charola... Llena de tacitas y platitos. “¡Te convido a un café!” le dijo su amigo, mientras le guiñaba un ojo cómplice.

“Contuve la risa todo el tiempo, Miguel, por respeto al difunto. Me tomé dos tazas y te juro que ese ha sido el mejor café que me he tomado”, agregó, con sonrisa de oreja a oreja.

Y la verdad yo, cafetero irredento, no pude contradecirla.