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Hace unos días, el escritor Salman Rushdie reapareció ante los medios, después del alevoso ataque recibido en 2022 por parte de un fanático mientras brindaba una conferencia. Con esa expresión escrutadora que le caracteriza, mostró su “nuevo” rostro que lucía -paradójicamente- como la media luna que su atacante invoca de manera enfermiza: con un solo ojo, mientras el otro está apenas cubierto por un apósito que insinúa el grave daño causado.

Son de sobra conocidos los motivos del agresor: en 1988, Rushdie publicó la obra “Los versos satánicos”, que atrajo sobre él una sentencia fatal de los más radicales seguidores del profeta Mahoma. Sin indulto a la vista, hoy podría decirse que el autor ha salido bien librado -por ahora- aunque haya perdido la visión de un ojo, varias pintas de sangre y una tranquilidad que ya era exigua.

Este beneficio -el de la supervivencia- no lo tuvieron los caricaturistas de Charlie Hebdo, el irreverente semanario que experimentó un ataque mortal en 2015. Como consecuencia de la publicación de una serie de imágenes consideradas insultantes, un grupo de radicales islámicos autoproclamados “vengadores de la fe” se apartaron brutalmente de las enseñanzas más tolerantes del Corán, y decidieron pasar por las armas a los “blasfemos”. 12 personas fallecieron en aquella ocasión, llenando de terror e indignación a la comunidad mundial.

Hoy vivimos en Occidente en plena cultura de la cancelación de la obra artística en todas sus manifestaciones: desde las antípodas del más acre conservadurismo como el de un insufrible progresismo. En ambos casos nos preguntamos si los ataques antes mencionados, junto con estas revisiones odiosas de cuanto texto, filme, pintura, etcétera, sea colocado en la mira de los censores, no se configura ya aquella mirada premonitoria de Ray Bradbury en “Fahrenheit 451” o reverdecen las perturbadoras lecciones de Umberto Eco en “El nombre de la rosa”.

Pareciera que modernas versiones del “Index librorum prohibitorum”, aquel catálogo de obras no aptas que mantuvo vigente por más de cuarenta ediciones la Iglesia Católica entre 1564 y 1966, se las ha arreglado para resurgir con nuevas vestimentas, motivaciones y, como no, clasificaciones, que harían ruborizarse al mismísimo “Ministro para la Ilustración Pública y Propaganda” del III Reich.

El intento reciente, apenas contenido, de cambiar los textos del autor infantil Roald Dahl para hacerlos “políticamente correctos”, me hizo rememorar al querido profesor Gonzalo Moreno (QEPD), nuestro mentor de Literatura, a quien un desatinado superior del colegio en que trabajaba le prohibió enseñar las obras de Gabriel García Márquez por tratarse de un “comunista” (sic). Ni corto ni perezoso, Moreno sustituyó “Cien años de Soledad” del antes mencionado, por “La salamandra”, de Morris West, para protestar por la miopía de sus jefes.

Viendo lo que acontece a nuestro alrededor, la reacción del maestro nos recuerda que para hacer frente a la necedad se requiere de buen tino e ingenio.