Columnistas

De norte y de frío

Llego del norte, polar gélido, tras asistir a la Feria Internacional del Libro convocada por la ciudad de Lawrence, Massachusetts, Estados Unidos, única en la historia dedicada a Honduras. Mis previos esfuerzos para que la Cancillería o la Secretaría de Cultura enviaran a exhibir allí los cien libros vitales de Honduras desmerecieron siquiera un pinche acuse de recibo.

No es el tema de hoy pero miré allá gente caribeña bella, ya que la población de Lawrence -donde asistí con Helen Umaña, Fabricio y Óscar Estrada (a Eduardo Bahr no llegó a tiempo la visa), entre otros- es mayormente dominicana: sensible, culta y nada estrepitosa, como la cubana en Florida.Y hubo lúcida claridad, virtud escasa entre artistas.

Observando la transparencia de Fabricio y Óscar, o la espontaneidad de Cecilia Durán, me remonté al sumo tonto que fue el Nobel de 1989 Camilo José Cela, desde 1950 grande autor español y a su vez pedante de tomo y lomo que pontificaba sobre literatura, delataba ante el franquismo a amigos poetas y que alguien definió como “estratega de la fama y el culto a la personalidad, andariego, fornicador y tragaldabas”.

Sumo pelma hasta que le dificultó la vía a la gloria su opuesto paradigma: un brillante charlista, genio de humor, bailador de vallenato, fúlgido escritor Gabriel García Márquez, quien acabó casi para siempre, excepto por jugadas editoriales, con la hegemonía que históricamente ejercía la novela de España sobre la de Latinoamérica. “Cien años de soledad” brilló en 1967. Décadas luego falleció -quizás por musepo literario- Cela.Por suerte en la “Honduras de fusil y caza” el disolvente ácido de la burla evitó siempre que algún artista adoptara ridiculeces pontificales, vozarrón dominante, nariz al aire.

Si alguien carece de sustancia y contenido lo probable es que las risas, altas o bajas, le erradiquen la pretensión.Tan grata experiencia de Lawrence me recordó una anécdota de 2002 en Puerto Rico, donde se reunía la asociación de academias de la lengua española (España, Filipinas, EUA y AL) y en que un anárquico escritor ibero rióse de la alta momia escritural que fue Juan Ramón Jiménez, otro Nobel estulto que pensaba la literatura había sido inventada para él, cual ciertos gnomos de Honduras imaginan hoy.

Tras leer el poema en que Jiménez asegura que el mundo oscurecerá y temblará el día de su muerte (ocurrida en 1958) lo ridiculizó su paisano: “te fuiste, Juan Ramón, y el orbe ni se dio cuenta...”.

La feria de Lawrence, organizada por voluntarios mayormente dominicanos, exilió la pedantería. Aunque concurrían doctores en literatura y educación nadie adoptó posturas doctorales soberbias y más bien se vivió una hermosa etapa de fraternidad entre poetas y lectores, como debe ser.

El autor no existe sin su similar que lo lea, del mismo modo que al lector lo enriquece la letra que invade sus ojos. Rompedores de la oscuridad gracias a su brillantez, constructores del orbe con diversas técnicas pero loables al fin, el hombre que desconoce al otro hombre es paria.

Igual debía comportarse el mundo: sin racismos ni exclusión, excepto la que da el talento. Y eso debería llamarse sociedad de la Palabra, o como pensaba Borges, los libros que hermanan pues el universo es una biblioteca.

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