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Un castigo macabro

El cadáver estaba desnudo, enrollado en posición fetal, con las manos amarradas hacia adelante, a la altura del abdomen que los zopilotes habían empezado a vaciar, y aseguradas con un lazo verde de nailon al tronco.

    04.08.2012

    Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres de las personas naturales y jurídicas y se omiten los nombres de los investigadores a petición de las fuentes.

    ESCENA. La escena era dantesca. Al fondo del abismo, entre arbustos enanos, rocas y bolsas de basura que se perdían entre la maleza alta y afilada, la nube de moscas parecía un lunar que se agitaba sobre el paisaje.

    El hedor era insoportable. Los zopilotes, con las enormes alas extendidas, saltaban sobre el cadáver graznando y dándose picotazos, mientras las hormigas y los gusanos competían por un pedazo de carne podrida.

    El cadáver estaba desnudo, enrollado en posición fetal, con las manos amarradas hacia adelante, a la altura del abdomen que los zopilotes habían empezado a vaciar, y aseguradas con un lazo verde de nailon al tronco.

    A pesar de que estaba hinchado, de que ya se había reventado la piel en varias partes y de que su color era oscuro, podían verse los rastros de las heridas y los golpes con que había sido torturado antes de quitarle la vida. Eran heridas profundas, de cuchillo, que se había hundido en la carne con fuerza, despacio, tratando de hacer todo el daño posible.

    Más arriba, la cabeza, con el cuero cabelludo casi desprendido, bajo el que se movía una costra blanca de gusanos pequeños, era algo horroroso. Los ojos habían desaparecido y solo se notaban las cejas negras, gruesas y espesas cubriendo en un arco las órbitas vacías y llenas de moscas. Más abajo, la nariz iba desapareciendo y se notaban las fosas abiertas, encima de un bigote incipiente. Sobre la boca, llena de dientes amarillentos, la cinta adhesiva transparente daba varias vueltas, sellándola desde la mandíbula, aprisionando las mejillas y asegurándola atrás de la cabeza, sobre las orejas aplastadas. Sin embargo, el hombre no había muerto de asfixia, como podría suponerse a primera vista.

    La causa de muerte, según confirmó el forense, era una herida enorme en el cuello, una herida punzante que penetró a través de la Manzana de Adán, cortando la tráquea, partiendo la médula espinal en dos y saliendo abajo del foramen magnum. A pesar de las heridas de la tortura, el cuerpo no se había desangrado, aunque, al parecer, después de la cuchillada en el cuello la muerte fue inmediata. Era, en realidad, una escena siniestra.

    LA DNIC. La Sección de Homicidios, o de Delitos contra la vida, de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) ha sido una de las más efectivas de la institución en toda su historia, a pesar de las dificultades y las limitaciones.

    Muchos de sus detectives son un referente para los instructores extranjeros que vienen a enseñarles a los nuevos investigadores cómo se inventa el agua caliente. Hombres como el H-3, Walter Doblado, Enrique ávila, Gonzalo Sánchez, David Castañeda, César Ruiz y Elmer Sánchez, o mujeres incomparables como La Española, Dora la Encantadora y Fátima Ulloa, son solo una parte pequeña de lo mejor que ha dado la DNIC en estos años, hombres y mujeres que ayudaron a hacer de la DNIC una Policía de Investigación Científica que, por muchas razones, no está pasando por un buen momento pero que don Abencio Atilio está obligado a superar.

    Y gente como esta fue la que llegó a la escena del crimen en aquel abismo, a una orilla de la carretera a Olancho, una mañana soleada y fresca. Por supuesto, ya nada los impresiona y aquella escena macabra era solo una más.

    TRABAJO. Era un hombre joven, no mayor de treinta años, de regular estatura, delgado y de piel trigueña. En una bolsa negra para basura, los técnicos de Inspecciones Oculares encontraron un pantalón de vestir de tela caqui, una camisa manga larga color verde aqua, con el logo de “Polo” bordado sobre la pechera izquierda; un par de zapatos negros “Sir Toscana”, casi nuevos; una faja negra de hebilla plateada, un par de calcetines beige, un calzoncillo blanco “Fruit of the Loom” y una billetera de cuero con documentos personales, tarjetas de presentación, dos condones “Trojan” y dos mil lempiras en billetes de cien y de quinientos.

    -Se llamaba César –dijo un detective, cogiendo con las manos enguantadas la tarjeta de identidad que acababa de sacar de la billetera-, originario del Distrito Central; tenía veintiocho años.

    -¿Podemos saber a qué

    se dedicaba?.

    El detective sacó una tarjeta de presentación de las cinco que estaban guardadas en una esquina.

    -César Aguilera, Ejecutivo de Ventas; Medicinas Populares, S. de R. L.

    -¿Tenemos una dirección?

    -Sí, algo por donde empezar.

    HALLAZGO. En ese momento, uno de los técnicos de Inspecciones Oculares dio un grito.

    -¡Aquí hay algo interesante!

    Los detectives se acercaron.

    El cadáver estaba ahora boca arriba y la imagen era ahora más grotesca y repugnante.

    En el pecho tenía tantas heridas que parecía que no podrían contarse. Eran heridas poco profundas pero que habían sangrado profusamente y que, seguramente, fueron muy dolorosas.

    Pero lo que más llamaba la atención eran sus manos, o al menos lo que en otro tiempo fueron sus manos.

    Era ahora dos muñones de los que colgaban pingajos de piel, músculos y huesos, en medio de una plasta de sangre coagulada rellena de hormigas y gusanos. Uno de los detectives se agachó para verlas mejor.

    Estaban amarradas alrededor de las muñecas y el lazo de nailon se hundía en la piel casi hasta tocar el hueso; las heridas estaban marcadas claramente a pesar de que se estaban pudriendo y el detective pudo reconocer varios círculos perfectos que se sucedían unos encima de otros.

    -Creo que le deshicieron las manos a martillazos –dijo, haciendo una señal a uno de sus compañeros para que tomara nota-; que el fotógrafo tome sus mejores fotos. Vamos a ir a la autopsia. Creo que en esto está la clave del crimen.

    -No entiendo.

    -Ya lo entenderás.

    MÁS. En las oficinas de Homicidios, los detectives analizaron el caso. Las fotografías de la escena estaban clavadas en un pizarrón y las opiniones iban y venían.

    -¿Tenemos algún dato más acerca de la víctima?

    -Sabemos que se llamaba César Aguilera, veintiocho años…

    -¿Algo nuevo?

    -Trabajaba para una empresa revendedora de medicinas, como ejecutivo de ventas. Salió de su casa en la colonia El Sitio el lunes pasado a las seis y treinta de la mañana, como hacía todos los días. Era soltero. Su mamá dice que estaba alegre, como siempre, que él la llamó al mediodía y que desde entonces no supo nada más de él.


    Creyó que había salido de viaje a vender medicinas al interior, pero le extrañó que no le avisara. El jueves decidió denunciar su desaparición, cuando nadie le dio información sobre él.


    Llamó a su trabajo pero le dijeron que desde el lunes no se presentaba a trabajar. Su carro, un Toyota Corolla casi nuevo, fue encontrado quemado en la salida vieja a Olancho, un kilómetro y medio antes de llegar a Carpintero. Confirmamos que era el suyo por la boleta de revisión que encontramos en su billetera. Estaba inscrito a su nombre.

    -¿Cuánto tiempo tenía de trabajar en Medicinas Populares?

    -Siete meses.

    -¿En qué condiciones llegó a la empresa?

    -¿Alguien averiguó eso?

    -Sí, parece que con una mano adelante y otra atrás. Pero dicen que era dinámico, carismático y extrovertido, y pronto se convirtió en uno de los mejores vendedores. Progresó rápido.

    -Me parece bien. Voy a dejar este trabajo y voy a pedir el puesto del muerto. Quiero prosperar así de rápido.

    El sarcasmo con que dijo aquellas palabras dejó mudo a sus compañeros.

    -¿Alguien habló con el dueño?

    -Aún no, está enfermo y se quedó en su casa.

    -¿Ah, sí?

    -Y, ¿alguien sabe dónde queda su casa?

    -En Miraflores.

    -Excelente.

    INVESTIGACIÓN. -Creo que vamos por buen camino. Una pregunta más: ¿Con quién vivía don César?

    -Con su madre, una hermana y un nieto, hijo de una hermana muerta. La señora es viuda.

    -Él era el hombre de la casa.

    -Así parece.

    -Imagino que, como hombre previsor, estaba asegurado.

    -Eso no lo sabemos.

    -Sería bueno revisar un poco en su escritorio, o entre los secretos de su cuarto. Quiero que ustedes dos vayan ahora mismo a la oficina, dos más a la casa. No esperemos la ayuda del fiscal, tardaríamos un siglo. Recuerden que tiempo que pasa, verdad que huye.

    -¿Qué debemos buscar?

    -Libretas de banco, tarjetas de crédito, estados de cuentas, pólizas de seguro de vida, facturas de pago, todo lo que nos sirva para darnos cuenta del dinero que caía en sus manos… ¡Rápido! Y averigüen cuánto invertía en su casa cada mes.

    HIPóTESIS. Tres días después, los detectives estaban reunidos para analizar el caso de las manos descuartizadas.

    -¿Por qué alguien quiso torturar a César antes de asesinarlo? Y, ¿por qué asesinarlo de aquella manera tan cruel y tan a sangre fría, hundiéndole despacio un cuchillo en el cuello?

    La pregunta quedó flotando en el aire.

    -Pues, porque la víctima tenía que apagar la cólera de su asesino de alguna manera verdaderamente cruel. Solo así, el asesino quedaría saciado. ¿Motivos? Algo muy grave que hizo la víctima, a la persona equivocada, y que solo encontrara aquella manera de castigar o vengar la afrenta…

    -¿Qué podría ser?

    -Está claro.

    -No entiendo.

    -La víctima pagó con sufrimiento y con su vida su error.

    -Sí.

    -¿Alguna mujer ajena?

    -Cuidado con eso de mujer ajena. Las mujeres no son propiedad de nadie más que de ellas mismas…

    -¿Sería posible?

    -No, por supuesto que no. ¿Viste los genitales del muerto? Estaban intactos. Un marido o un amante despechado que se venga de esa forma hubiera mutilado los genitales, pero no lo hizo así… ¿Qué fue lo que mutiló?

    -Las manos.

    -Nada más las manos, lo que significa que estaba castigando algo completamente diferente a una infidelidad…

    El detective se puso de pie.

    -¿Está listo el carro?

    Un hombre que acababa de entrar a la oficina, con unas llaves en una mano, sonrió antes de contestar.

    -Sí, pero aquí no hay combustible. Vas a tener que echarle aunque sea unos veinte pesos…

    -Vamos a la Miraflores. ¿Está listo el fiscal?

    -Ya está en camino.

    LA VISITA. El hombre que recibió al fiscal en la sala de piso de mármol, llena de luz, de cuadros y estatuas de cobre y con dos juegos de sillones blancos como la leche, parecía enfermo, tenía la nariz roja y tosía de vez en cuando. Sus ojos, negros como alas de cuervo, miraron, no obstante, con fuego a los detectives y, sin decir palabra, se sentó en su butaca favorita. El fiscal tomó la palabra:

    -Queremos hacerle unas preguntas respecto al crimen de su empleado César Aguilera, muerto…

    -¡Ya, ya! Dígame lo que me tiene que decir. No tengo mucho tiempo para ustedes.

    -Me parece bien –intervino el detective que llevaba el caso- porque nosotros tampoco estamos para perder el tiempo.

    Se movió en su silla, sacó un par de esposas de acero de su cintura y las abrió, luego, se las entregó a un compañero, sin dejar de ver la cara mofletuda y roja del dueño de la casa. Éste se permitió una sonrisa.

    -Díganos –agregó el detective-, ¿por qué mató a César Aguilera?

    El hombre dio un salto y el color desapareció de sus mejillas, abrió la boca y el fuego de sus ojos desapareció. Ahora estaba asustado y de su arrogancia del inicio no quedaba ni sombra.

    -Le advierto que no debe mentirle a la Policía… A veces somos como los adivinos, o los brujos, que lo sabemos todo…

    El hombre siguió en silencio. Miró hacia un lado, donde estaba su esposa, de pie, y le dijo, con voz ronca y apagada:

    -Llamá a mi abogado.

    -Eso iba a aconsejarle –dijo el detective.

    El hombre no dijo nada.

    EXPLICACIONES. El abogado se sentó al lado del hombre, con la cara seria, embutido en un traje gris, brillante, y con su maletín de cuero negro a un lado. El detective agregó, después de mostrar su impaciencia por más de veinte minutos:

    -César Aguilera trabajó para usted siete meses y un par de días; pronto se convirtió en su mejor vendedor, pero también en el más mañoso.

    Cada mes facturaba no menos de trescientos mil lempiras, sin embargo, al tercer mes empezó a quedarse con una parte del dinero de las ventas, las que decía que depositaba en las cuentas de la empresa, a la que le presentaba los respectivos recibos, pero, en realidad, se robaba el dinero. Usted lo supo hasta mucho después, se encolerizó, como es natural. Había visto cómo César subía como la espuma.

    Llegó a su empresa con una mano adelante y otra atrás y pronto compró carro, motocicleta montañesa, remodeló su casa y se dio la gran vida, a costa suya, por supuesto. Detectamos depósitos y retiros por un millón diez lempiras en las cuentas de su empleado, poco más o menos el dinero que le faltó a usted en su última auditoría…

    El lunes, desde hace dos semanas, usted salió con César de la oficina, pero cada quien en su carro; en el camino, usted recogió a dos hombres de su confianza, uno de ellos, uno de sus guardias de seguridad, al que no hemos localizado todavía. César iba detrás suyo. Seguramente usted le dijo que visitarían juntos a un cliente pero que se iban en carros separados para que después cada quien se fuera a hacer lo suyo.

    El hombre, enorme, parecía que se hundía poco a poco en la silla. Su cara se iba desencajando y miraba con ojillos asustados a su abogado, que parecía que se había comido su propia lengua. Su esposa estaba a punto de desmayarse.

    -Entonces llegaron juntos a cierto lugar, solitario, en la carretera vieja a Olancho, seguramente alguna propiedad suya; bajaron, inmovilizaron a César, usted le echó en cara su traición, le explicó lo del robo y le dijo que le iba a deshacer las manos para que no se le ocurriera volver a robarse algo en la vida…


    Creo que no fue su idea torturarlo pero no le importó, y menos cuando uno de sus hombres le clavó el cuchillo en la garganta al muchacho…

    El hombre dio un suspiro, que más parecía un lamento.

    -¡Yo no quería que lo mataran!

    -Eso creí yo…

    El hombre estaba desesperado.

    -Queremos el martillo, el cuchillo y los nombres de los que sí asesinaron al muchacho… Si colabora con nosotros creo que la fiscalía podría ser condescendiente con usted…

    -¡Dios mío, ¿qué hago?

    El abogado, por supuesto, no se dio por aludido. Le hablaban a Dios, no a él.

    -¿Sabía usted que su empleado se aseguró por quinientos mil lempiras y que ahora vale tres veces eso?

    -¡Esa maldita basura!

    FINAL. Don Nicanor, el empresario extranjero de las medicinas populares está a punto de salir de la cárcel. Aceptó que se contara su historia, no solo como una catarsis que debe ayudarle a liberar su alma de tantas culpas, sino también como una muestra de que el crimen no paga, que arruina vidas y que marca para siempre a las personas, sobre todo a las que más se aman.


    Lo que todavía no entiende es cómo pudieron los detectives descubrir el crimen si le pareció tan bien planificado, tan perfecto y, al final, pareció como si aquel detective hubiera visto paso a paso todo lo que hizo esa mañana desgraciada.