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El amor en la obra de William Shakespeare

Es uno de los más grandes filósofos y poetas que ha conocido la historia de Occidente. No hay un solo problema relacionado con la condición humana que no esté excelsamente tratado en sus obras.

19.10.2013

Se ha dicho, muy acertadamente, que Shakespeare, como Esquilo, es una de las esfinges intelectuales de la humanidad. Los significados de sus obras, el alcance que tienen, es cada vez mayor a medida que transcurren los siglos. El mismo pavor que debió sentir Edipo cuando la esfinge le preguntó por la verdadera naturaleza del hombre es el terror místico y filosófico que experimentamos cuando leemos o vemos interpretadas las obras de este enigmático escritor.

Jinarajadasa, un gran sabio hindú de este siglo, dijo que Shakespeare ofrece en sus obras una mente como un diamante de innumerables caras. Sea cual sea la imagen de la vida que se presente a este perfectísimo diamante, ésta se proyecta en infinitos ángulos, ofreciendo cada uno de ellos una respuesta a la cuestión que plantea. Cada espectador extraerá distintas lecciones, dependiendo de la naturaleza de su alma y también del momento anímico o las inquietudes que le ocupen. Así, cada una de sus obras puede disfrutarse miles de veces en las distintas edades del hombre, y siempre aparecen mensajes nuevos, matices distintos.

CONTENIDO. No hay un solo problema relacionado con la condición humana que no esté excelsamente tratado en sus obras: la guerra, los valores morales, la medicina, la constitución del hombre, sus ocultos motores, la relación hombre-mujer, el sentido del dolor, la vida como un escenario, los enigmas del tiempo, la naturaleza del arte, los misterios de la realeza, las claves del conocimiento oculto, etc. Visto así, Shakespeare, quien quiera que fuese (llamo Shakespeare al autor de las obras) es uno de los más grandes filósofos y poetas que ha conocido la historia de Occidente.

Cada una de las imágenes vivas que aparecen en sus obras es como una semilla que puede abrirse en la imaginación del espectador, proyectándose en cientos de ramas y abarcando el espacio mental completo, sin que estas ramas pierdan su sentido de unidad, de árbol. Así son los conocimientos que se desprenden de sus obras. De una sola Idea irradian infinidad de ellas armónicamente. Cada Idea está representada por una imagen, por un juego de palabras.

Uno de sus grandes temas es el amor. Amor y heroicidad se conjugan en sus obras creando una trama viva.

Eros es la gran fuerza que mantiene unidas y ensambladas cada una de las partes del Universo, y cada una de las partes de este otro universo que es el hombre. “Este joven anciano, este enano gigante, don Cupido, regente de las riquezas amorosas, dueño de los brazos cruzados”.

El amor, para Shakespeare, se nutre con la mirada. Como repetirían los clásicos: con la mirada sensible, el amor sensible; con la mirada del alma, el amor del alma. “Ignoras -dice una de sus heroínas- que las miradas constituyen el alimento de mi alma”.

“El amor -dice Shakespeare- es un espíritu familiar, el amor es un demonio; no hay más ángel malo que el amor. Sansón fue tentado y gozaba de prodigiosa fuerza. Salomón fue también seducido, y disfrutaba de gran Sabiduría. La flecha de Cupido es demasiado dura para la maza de Herakles y por ello, harto desigual para la espada de un español”.

El tema del amor es tan complejo como lo es el de la relación del hombre con su circunstancia. Shakespeare, en cada una de sus obras, lo trata desde un ángulo distinto, creando así toda una doctrina del amor. El tratamiento es el de un poeta, los ejemplos los de un sabio de madura experiencia, y la presentación se acompaña de un sentido del humor que no quita -sino todo lo contrario- dignidad a tan elevado asunto. Por ejemplo, queriendo mostrar la desesperación de un caballero que renegaba del amor mientras caía fatalmente en sus redes:

“¡Cómo! ¡Yo! ¡Enamorado! ¡Haciendo la corte! ¡En busca de esposa! ¡De una mujer, que semejante a un reloj alemán, necesitará continuamente composturas, siempre desarreglado, nunca bien, por cuidados que se tengan en su marcha!(...), ¡Y yo suspiro por ella! ¡Velo por ella! ¡Ruego por ella! Vamos, es un tormento que me impone Cupido por haber ignorado el poder formidable de su débil poder! ¡Sea! ¡Amaré, escribiré, suspiraré, rogaré, cortejaré y exhalaré gemidos!”.

El amor y el deseo, filosóficamente considerados, son un anhelo de completura, de hallar en el otro, o en lo otro, aquello que no sabemos encontrar en nuestro interior. Eros, el más antiguo de los Dioses en la Teogonía de Hesíodo, es la fuerza que lleva del ser al no ser, tratando de volver a encontrar el ser. El amor, la búsqueda de perfección, hace girar los mundos e impulsa la existencia en todas sus gradaciones. Si en el amor o en el deseo hallamos la respuesta en lo que no somos, y que por tanto buscamos, en el entusiasmo (“Dios en nosotros” es el significado etimológico) cesa esta búsqueda hacia afuera y se empieza a hallar la fuerza y la gracia dentro. Hay quien piensa que está escrito en la historia futura de la humanidad que el amor se vaya gradualmente transformando en entusiasmo. Solo el entusiasmo vence con sus propias armas al amor. Y es por ello que Shakespeare afirma:

“Que San Dioniso nos defienda de San Cupido”.

Recordemos algunas de las facetas del amor que Shakespeare presenta genialmente en sus obras:

En “Hamlet” triunfa la duda, no el amor. El príncipe de Dinamarca rechaza a Ofelia, la única que hubiese podido darle una respuesta a su encrucijada existencial. Muere el amor, fracasa el hombre y enloquece la mujer. Verificando una vez más su enseñanza: “Ellas -las damas-contienen y nutren al Universo entero. Sin ellas nadie puede sobresalir en nada”. (“Trabajos de amor perdidos”).

En “Otelo” se expone el reverso oscuro del amor, los celos, y cómo estos van desgarrando y sumergiendo en el barro y en la bestialidad el corazón del hombre. Los celos, ese “demonio de ojos verdes”, no afectan la lealtad de un corazón inmaculado como el de Desdémona. Cuanto más se rebaja la imagen de Otelo, más se eleva la de esta heroína hasta ascender a la región inmortal de la que vino.

En “Sueño de una noche de verano” se canta al amor como el embeleso de la existencia, la ilusión luminosa que vence todas las reglas de la razón y que une a hombres y dioses.

“Antonio y Cleopatra” habla del amor como un poder que anonada. Venus adormece y vence a Marte, decían los clásicos. El ardor guerrero de Antonio se va debilitando y se extingue ante la belleza y encantos de su amada. Ambos se apartan de los cauces de la existencia, dejan de responder (aparentemente) ante su destino histórico. Pero el amor, que había anonadado su existencia material, resurge victorioso tras la muerte.

“Romeo y Julieta” es la más bella historia de amor que jamás se haya escrito. Es el amor de las almas gemelas que se encuentran. Aquí no son necesarias las pruebas, los trabajos, la conquista, la devoción. Las almas se reconocen, se unen y se consumen en un mismo fuego, más allá del destino trágico. La prueba es obedecer al corazón. El compromiso surge del reconocimiento. Es el amor que en la India llaman de los “cantores celestes”, una bendición del cielo que desciende sobre las almas despiertas y exige eterna fidelidad.

En “Trabajos de amor perdidos” se narra cómo unos nobles pretenden cerrar las puertas del amor para entregarse a la austeridad, al estudio y la mortificación. El amor finalmente entra, rompiendo todas las barreras y exigiendo los más duros trabajos a aquellos que quisieron renegar de él. En esta obra aparece una de las mejores exposiciones de la naturaleza del amor en sí misma.

El personaje principal de esta obra es Berowne, ardiente, apasionado, de enorme penetración, lucidez mental, ingenio y gracia en la expresión. Francis Yates insiste en que el modelo de este personaje teatral es Giordano Bruno; (véase la similitud de nombres), quien precisamente, y en Inglaterra, en los mismos años, escribió sus Heroicos Furores, que es un tratado del amor heroico y místico. Giordano Bruno y el autor de las obras de Shakespeare habrían coincidido en la corte de Isabel y la impresión que causara el filósofo italiano en el dramaturgo inglés debió de ser profunda e indeleble.