Opinión

Sálvese quien puede

Un día –que no se recuerda ya- aparecieron. Pronto se multiplicaron. Aguardan a la salida de los restaurantes, hoteles, tiendas, escuelas privadas. Detienen los vehículos a media calle, bajan con porte adusto, sospechan de manos ajenas que buscan una llave o celular en el bolsillo. Dominan brevemente el territorio y luego se marchan, tensos, con su ansiosa responsabilidad.

Nosotros, los que andamos por ahí sin omnipresencia de guardaespaldas, nos hemos acostumbrado poco a poco a su invasión. Celosos guardianes de sus patrones y familiares, se ganan la vida asumiendo riesgos ajenos, deseando que el día llegue a su fin sin novedades que reportar.

La calamitosa situación de inseguridad –que las buenas intenciones de nuestras autoridades son insuficientes para resolver- ha volcado a quienes tienen medios (y miedos) a parapetarse tras las habilidades de guardianes personales.

Esta protección, que en un tiempo era exclusiva a figuras de alto nivel y de alguno “que debía un cuajo”, se ofrece ahora en páginas de Internet y con catálogo, junto con alarmas, sistemas de monitoreo, de guardias, de vigilancia, de patrullaje.

Del mismo modo que nos habituamos al despliegue de armas frente a bancos y centros comerciales y el ruido de los disparos nocturnos, impresiona cada vez menos tener frente a nosotros a un sujeto con un arma “camiseada”. Y solo reparamos en lo anormal de esta situación, hasta que viajamos o una persona extranjera viene de su realidad civilizada y se asusta a cada cuadra y con cada estruendo.

“Guaruras” les dice la gente hoy –igual que como se les denomina coloquialmente en México- por efecto de programas televisivos que así les nombran.

En aquel país se le llama así al “individuo fuerte, prepotente y de armas tomar, encargado de proteger a una persona, en particular a algún político o algún empresario poderoso”, (Diccionario del Español Usual en México).

Como otras palabras importadas, su uso se ha diseminado tanto que no será extraño el día en que todos la utilicen para referirse a los guardaespaldas, importando poco o nada si son prepotentes y fuertes, rasgos que distinguirían a un “guarura” con todas las de ley.

Hace más de una década, acompañé a un amigo a la costa caribeña y este era resguardado por un guardián personal.

A las tres horas de tenerlo todo el tiempo tras nosotros, la sensación era incómoda, pues hacía tan bien su trabajo que la privacidad se había reducido a “diez bajo cero”.

Fuimos a la playa y si no hubiera sido porque convencimos al “guarura” que no había ningún peligro para su “protegido” y que se diera un chapuzón, sería la peor de todas las visitas a la costa que recuerde.

Vivir así no es vida. Por ello me pregunto: ¿no sería mejor que todos quienes tienen la posibilidad de contar con un resguardo personal hicieran todo lo que esté a su alcance para mejorar la seguridad colectiva y no solo la suya? ¿Vivir todos de verdad y sin temores sería mucho pedirles? ¿O el “sálvese quien puede” no tiene remedio ya entre nosotros?