Opinión

Nuestra primera Constitución

Cádiz es importante en nuestra historia constitucional al menos por tres motivos: primero, es recién la tercera Constitución de la historia que habla de ciudadanos y no de súbditos.

Segundo, en los trabajos que llevan a su emisión participan diputados americanos, incluyendo dos hondureños, Francisco Morejón y José Santiago Milla. Tal fue la importancia de los diputados de este lado oeste del Atlántico que dos de los secretarios de las Cortes (asamblea nacional) eran diputados por la Nueva España y Perú.

Tercero, el texto de la Constitución de Cádiz tiene una influencia innegable sobre la primera Constitución Federal de Centroamérica de 1824 y sobre todo el constitucionalismo hondureño posterior.

La Constitución de la Monarquía Española de 1812 se emite en un contexto histórico y político de gran precariedad, caracterizado por la invasión de la mayor parte del territorio español por las tropas napoleónicas, “la guerra de independencia” que libran los españoles contra los franceses, la ausencia del Rey Fernando VII y la traición de buena parte de la aristocracia, que había suscrito el Estatuto de Bayona en 1808, impuesto por el invasor.

Sin embargo, son estas mismas circunstancias las que van dando cierto protagonismo al pueblo, de ambos lados del Océano Atlántico, posición a la que en adelante, aún con altibajos, nunca renunciará.

Al momento de elaborarse la Constitución de Cádiz, ya se habían perfilado con claridad los tres modelos del constitucionalismo occidental. El modelo inglés de monarquía constitucional, construido en un dilatado proceso histórico, pero más concretamente a partir de 1688, el cual era defendido por los diputados realistas.

El modelo francés de monarquía constitucional, específicamente el de 1791, fundado en premisas racionales, defendido en Cádiz por los diputados liberales de la metrópoli; y, el modelo estadounidense, republicano y federal, quizá conocido por algunos diputados americanos.

Si bien en la agenda de las Cortes de Cádiz no estaba la abolición de la monarquía, sus trabajos y decretos, que no se limitaron al tema constitucional, reflejan una intención clara de poner fin al régimen absolutista y estructurar el Estado de otra forma.

Tres de los cuatro principios básicos de “La Pepa” (llamada así por haberse emitido el 19 de marzo, día de San José) son fieles a este nuevo ideario: la soberanía nacional, consagrada en los artículos 2 y 3, que concebía a la nación como el único sujeto legitimador de la estructura estatal; la separación de poderes, regulada en los artículos 15, 16, 17, 131, 242 y 243; y las Cortes (Parlamento) como depositarias de la representación nacional, establecido especialmente en los artículos 27 y 28. No obstante, uno de los principios de la nueva carta, la confesionalidad del Estado y la intolerancia religiosa, prescrito por el artículo 12, se oponía a su espíritu liberal general y a las declaraciones francesas y estadounidenses que le habían servido de antecedente.

En cuanto a lo que entenderíamos después como derechos fundamentales, aunque la Constitución de Cádiz no listaba una declaración explícita, sí tenía un catálogo disperso de derechos, comenzando con el artículo 4 que reconocía que la nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

Con relación a la ciudadanía política, en su artículo 45 reconocía el derecho al sufragio a todos los varones mayores de 25 años; así como el derecho a ser electo diputado, para varones mayores de 25 años que poseyeran una renta anual procedente de bienes propios, en los artículos 91 y 92.

Al notar estas disposiciones que dejan por fuera a las mujeres y a los hombres no propietarios, sin dejar de censurarlas en este aspecto, hay que recordar que todo análisis histórico jurídico de este tipo debe emprenderse siempre desde una perspectiva diacrónica, vale decir, examinando el significado evolutivo de las instituciones en el momento en que se produjeron, y no solamente juzgándolas con los estándares que hoy conocemos y reconocemos.

La igualdad ante la ley se consagraba a través de la abolición de los fueros privilegiados, establecida en el artículo 248. Habría en adelante un solo fuero en materias civiles y criminales, aunque se seguían exceptuando los eclesiásticos y los militares, según los artículos 249 y 250.

Como consecuencia de la igualdad ante la ley y de la humanización del Derecho Penal que preconizaba la Ilustración, se establecen en Cádiz algunas garantías judiciales como la libertad e integridad personal en los artículos 287, 293, 290, 299, 301 y 302; el plazo de 24 horas para presentar a un detenido ante juez, según el artículo 290; así como garantías contra la detención arbitraria en el artículo 299.

Además, los artículos 301 y 302 establecían el deber de informar al imputado sobre los documentos y declaraciones en que se basaba la acusación y el proceso público, así como el 306 establecía la inviolabilidad del domicilio. Se suprimían las penas de infamia y de tormento, en los artículos 305 y 303, al tiempo que se abolían las penas confiscatorias en el 304.

Por si fuera poco, se reconoce la libertad de pensamiento e imprenta en el artículo 371 y se da un adelanto de lo que luego entenderíamos como los derechos sociales, con el hermoso texto del artículo 366 que manda a que en todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar…

Muchos se preguntarán, con lógico pragmatismo, ¿qué tiene que ver con nuestra angustiante realidad actual un acontecimiento sucedido en España hace doscientos años? Talvez la respuesta esté en lo que nos dice el profesor español Manuel Segura Ortega: Cádiz introduce a España, aquí agregaríamos que a Iberoamérica con ella, “en la senda del constitucionalismo moderno”… “ya nada será igual a partir de 1812”.

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