El militarismo, el guerrerismo y la imposición por la fuerza han demostrado hasta el cansancio no ser efectivos en la búsqueda de fines honestos, humanitarios, y mucho menos de mejoramiento de las relaciones entre los seres humanos.
Esta misma semana vemos en el mundo muchos ejemplos de la realidad anteriormente planteada. Dos de ellos ponen en evidencia el fracaso del militarismo; en uno de ellos incluso vemos cómo el pacifismo, la verdad, la palabra, pueden imponerse hasta contra la fuerza de las armas, que es capaz de segar la vida física; pero sin obtener éxito alguno.
En el primero, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, consciente de que la militarización de los cuerpos policiales en varios estados se convirtió más bien en un problema en las relaciones con sus respectivas comunidades, prohibió al Pentágono seguir trasladando armamento de guerra a esos entes y continuar financiando la compra de vehículos blindados que hasta ahora solo han servido para reprimir a manifestantes al más puro estilo de los regímenes tercermundistas de fuerza.
Ya la fallida guerra contra los “narcos” lanzada por el expresidente mexicano, Felipe Calderón –eso sí con decenas de miles de muertos— había demostrado la ineficiencia del aparato militar para combatir la delincuencia común y organizada.
Otro fracaso lo estamos observando en muchas otras zonas del mundo, principalmente en el Levante, donde el Estado Islámico, el grupo fundamentalista musulmán que nació de la intervención militar estadounidense en Irak, se fortaleció hasta convertirse en la amenaza que hoy representa, precisamente gracias al apoyo de las potencias occidentales a los rebeldes que intentaban derrocar al presidente sirio Bashar Al-Assad.
Con la toma de control esta misma semana de la ciudad iraquí de Ramadi y del último puesto fronterizo entre Irak y Siria que quedaba en poder del gobierno de Damasco, en medio de los ataques aéreos de Estados Unidos y sus aliados, el Estado Islámico más bien acrecienta su influencia en la zona y su “califato” de terror.
El fracaso del militarismo es obvio. Pero también lo es el triunfo de la palabra, de la verdad, de la justicia. Y así lo demuestra el hecho de que hoy en San Salvador se está beatificando a Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado mientras oficiaba misa en 1980 por un francotirador de la ultraderecha que respondía al plan elaborado por un mayor formado en la Escuela de las Américas para callar “La voz de los sin voz”.