Editorial

Tocando fondo

En discurso pronunciado por el presidente José Trinidad Cabañas a sus compatriotas el 2 de marzo de 1852, declaró: “Yo os juro que en la línea de mis deberes la ley será mi guía y la Constitución mi evangelio, la razón pública dirigirá mi programa de administración... Hay, pues, algo imprescindible, algo más importante que los intereses materiales, que la utilidad del presente; y es el honor del país y los derechos del pueblo”.

¿Cuántos mandatarios que le sucedieron en el poder podrían con sinceridad pronunciarse en similares términos?

Hemos llegado al fondo de la abyección, a una situación límite en la vida y rumbo de nuestra nación: el actual sistema político se ha agotado. El Estado ha sido capturado por el crimen organizado, lo que es diariamente confirmado a medida se van conociendo más interioridades en el juicio que se lleva a cabo en la ciudad de Nueva York, revelando la magnitud y profundidad de la corrupción e impunidad.

Los más recientes gobernantes hondureños han estado implicados, por acción mucho más que por omisión, con el narcotráfico local e internacional, al igual que políticos y altos funcionarios, legisladores y jueces, uniformados, recibiendo cuantiosos sobornos a cambio de protección para el libre tránsito de estupefacientes con destino a los Estados Unidos, lo que ha causado el colapso de instituciones claves, manipulando resultados electorales a escala nacional y municipal.

El Estado ha sido percibido como un botín a repartirse con total impunidad, evidenciando la codicia ilimitada, la ausencia absoluta de escrúpulos, llegando a ordenar el asesinato de hombres íntegros, verticales, como el general Arístides Gonzales y el ingeniero Alfredo Landaverde, ambos comprometidos con la investigación y combate a las redes del narcotráfico, al igual que fiscales ejecutados por cumplir con valor y determinación objetivos similares.