Desde la Santa Sede, el pontífice Francisco ha dirigido oportuna y puntual meditación respecto a la crisis en salud que afecta al planeta, con alarmantes tendencias a nuevas y mayores alzas en el número de personas infectadas y fallecidas.
Recuerda a la humanidad que, además del coronavirus, existen paralelamente “otros virus invisibles, las pandemias del hambre, violencia y cambio climático. No podemos retornar a las falsas seguridades de los sistemas políticos y económicos que teníamos antes de la crisis. Necesitamos economías que den a todos acceso a los frutos de la Creación, a las necesidades básicas de la vida: a la tierra, techo y trabajo.
Necesitamos una política que pueda integrar y dialogar con los pobres, los excluidos y los vulnerables, que le dé a la gente una voz en las decisiones que afectan sus vidas”.
En otras palabras, enfoques y políticas integrales que tomen en cuenta los múltiples requerimientos de los de abajo, sin voz y sin poder, que son las mayorías pero que, históricamente, han sufrido de marginamiento, aislamiento y discriminación, cual si fueran seres invisibles, negándoles derechos y oportunidades consignadas en leyes y declaratorias que no son puestas en práctica, con criminal indiferencia a sus existencias.
Así, tan solo subsisten precariamente, altamente vulnerables sanitaria, social y económicamente, sin posibilidad de poder desarrollarse a plenitud, material y humanamente. Y esta condición abyecta tiende a perpetuarse, e incluso a profundizarse, de una a otra generación, profundizando cada vez con mayor profundidad el abismo entre los que poseen mucho, que son los menos, y los que tienen poco o nada, que son los más.
A esos jinetes apocalípticos señalados por el Papa deben agregarse la corrupción e impunidad, que empobrecen aún más a mujeres, hombres, niños (as), ancianos (as) y enriquecen a grupos inescrupulosos, carentes de moralidad y solidaridad. Manipulan e intimidan, mienten y engañan, prometen y no cumplen.