Columnistas

Ocurre por veces que uno no distinga qué es más interesante, si la existencia o la obra de un artista, en este caso el poeta Juan Ramón Molina. Sus biógrafos e intérpretes (entre los que me cuento) caemos siempre atraídos por la fuerza gravitacional de dos extensas y poderosas referencias: la cauda armónica de su obra y la folcloricidad (que no el folclore) de su vida privada.

El mismo Miguel Ángel Asturias, o el norteamericano Ánderson Imbert, citan inevitablemente la anécdota, otros en ocasiones el chisme (Cabrales o Flavio Guillén), como si poeta y poesía estuvieran obligados a corresponderse en belleza o fealdad. Molina disfrutó ambas...

Con todo, su vestimenta humana es imposible que opaque al estro poético. Molina residía en la bivalencia de dos dimensiones particulares: una era vivir en la modorra de la Tegucigalpa de fines del siglo XIX, y otra era la inmensidad -y profundidad- de su inspiración literaria.

Mientras que la primera sometía el espíritu al horrible aburrimiento de una ciudad largamente conservadora, provinciana, atrasada y municipal, según sus palabras, su proyección de universalidad -y su talento- conseguían volar mundos, conquistar las esferas todas de la palabra y el pensamiento, situarse a la par, aunque no fuera reconocido, de los mejores creadores latinoamericanos del momento. Podemos exhibir a Juan Ramón Molina (y presumir nacionalmente de él) en los círculos de las letras internacionales con toda autenticidad, sin apenarnos, jamás, de su obra.

Su obra que en poesía y prosa alcanza elevados cartabones de calidad. Que carece de ripios (“palabra inútil o superflua empleada viciosamente con el objeto de completar un verso”, como hace todo mal rimador) o de construcciones vanas, lo que nos conduce, inevitablemente, a considerar que Molina rompió los esquemas estéticos de su época despertando no sólo la admiración de sus contemporáneos lectores sino adicional la envidia de sus colegas con menor capacidad creativa y que se apresuraron a vituperarlo en abundancia.

Se despidió en un noviembre bajo circunstancias que abonan la leyenda. Que si fue accidente o se suicidó harto del desafío de la vida, particularmente de la pobreza del exilio y en una cantina salvadoreña irónicamente rotulada “Estados Unidos”. Que si lo abandonaron el amor o su incapacidad económica para sostenerlo, en particular con su segunda y atractiva esposa. Que si fue víctima de los nepentes finiseculares, como la heroína, o si intencionalmente los empleó para abstraerse / obnubilarse / introyectarse en la muerte y sigilosa y discretamente desaparecer, lo que no consiguió pues lo engloba la historia...

Tras su descenso al reino de Hades -el de Dante en la Comedia más tarde titulada “divina”- su presencia se transformó en una sentenciada memoria para nosotros los modernos ya que nos envuelve con inmerecido orgullo. Siempre que buscamos un referente de alta categoría para reforzar la identidad y halagar nuestra cultura, Molina es el apellido que ocupa primer sitio de respeto e incluso de reverencia.

A los ciento catorce años de su evanescencia física permanecen sus escritos como muestra de que cuando el espíritu se impone a la miseria del cuerpo suceden luminosos actos de liberación.