Columnistas

Pesimismo y fortalezas

Cierto ilustre mentor analizaba que la riqueza material de Honduras es tan vasta que a pesar de dos siglos de gobiernos ineptos o corruptos, y tras cientos de huracanes, temblores e inundaciones, no acaba. Y que la fe instintiva del hondureño acerca de su patria es tan sólida y firme, pese a confundir sus signos (pues, ejemplo, ni la selección nacional ni el sique (ritmo portugués o de Canarias) son país) que la república prosigue existiendo, mal que bien remendada, dolorida o baja en su autoestima general. Y en efecto, existe un profundo sopor de dignidad en la población ya que el hondureño tiende a sentirse escoria de la tierra, cuando no abandonado de dios. Lo dicen frases tontas como “aquí nadie se prestigia ni desprestigia”, como en un vulgar mercado tailandés, o que sea este el sitio donde “el plomo flota y el corcho se hunde”, lo que muestra una absurda aceptación de que la moral no existe ni ejerce peso en la comunidad, ideas tales absolutamente derrotistas, desesperadas, casi caóticas y llenas de ignorancia sobre el proceso social.

Pues todo pueblo del orbe ha tenido tardes negras; la desgracia no respeta banderas. Aquí y allá cayeron gobiernos, reinos y dinastías, hundiendo en debacle moral a sus habitantes; dígalo si no la llamada Generación literaria del 98 en España (Ganivet, Unamuno, Azorín, Baroja, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán, Machado) atormentada por la pérdida de Filipinas, Cuba y otros inmensos territorios de enorme valor colonial, lacrimosos sus autores por el descenso de su imagen de nación caída al suelo. Desilusionados y negativos, la crisis imperial española los condujo a la inestabilidad política, social y económica, reflejada severamente en sus escritos.

El asunto, empero, está en la óptica, lo que es materia cultural. Mientras un pueblo se sigue pensando como castigado por dios (o que dios castiga), cada uno de sus pasos lo hunde más en el hoyo, a lo cual contribuye perversa cierto tipo de religión, que lucra con ello. Es un nudo gordiano que sólo la educación antes liberal, ética hoy, consigue romper pues consiste en enseñar al hombre -y la mujer- que al destino lo forjan las personas y no ninguna fuerza sobrenatural ajena. Y no se trata de quitar la fe o debilitar la creencia espiritual sino romper la dependencia. Ya no más “¡ay dios, auxíliame!” sino “aquí voy intrépido a resolver mis problemas, en el nombre de dios...”, se seca las lágrimas y se lanza a conquistar el mundo. Fue hace siglos dicho por Buda: “el dolor es inevitable, el sufrimiento no”.

Esa dependencia conduce al derrotismo. Los pueblos sin educación carecen de distancia histórica para comprender que el desarrollo es un proceso con etapas buenas y malas. Que si hoy hay sequía mañana hay abundancia de agua y que así es la evolución natural, a la que sin embargo el hombre puede modificar: no deforeste y arribará la lluvia; no contamine los cauces y no habrá aludes ni inundación. No vuelva a votar por los retrógrados y haga avanzar al país, escoja mejor a sus candidatos y vendrán cuatro años de mayor satisfacción. Pelee, esfuércese, luche y tire al barranco el desánimo, la desconfianza, la duda sempiterna y la falta de fe. Y si alguien imagina que esto es filosofía se equivoca; es la vida cotidiana y real.