Columnistas

Nuestros días del terror

Desde hace algunos años, por influjo de la cultura popular estadounidense que nos llega por el cine, por la música, por la televisión y por el comercio, en Honduras hemos tomado la costumbre de tener presente, recordar y hasta “celebrar” Halloween. La mercadotecnia y las personas en algunos casos han tropicalizado y mezclado los elementos propios de la celebración, y en lugar de hablar de Drácula o zombis se habla de la Sucia y de la Llorona. Sin mencionar que casi de inmediato celebramos nuestra vernácula fiesta del más allá: el Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos.

Sin embargo, creo que en Honduras tenemos implantado el terror durante todo el año, y terror “del bueno”, ese que hace sentir al ser humano alcanzar sus últimos límites. El miedo a transitar por las calles: si somos peatones nos asustan los pasos detrás de nosotros, y si poseemos vehículo no sabemos en qué semáforo nos harán toc-toc en la ventana, el calor de la calle se mezclará con la temperatura artificial y un arma nos apuntará.

Terror es el que viven las mujeres al no sentirse seguras del acoso y las agresiones. Viven desgracia de no estar en paz ni siquiera en su casa, su habitación, su cama. Terror es el que viven los infantes, que claman justicia con su llanto.

Quién podrá contarnos una historia de terror si la miseria -monstruo de dimensiones incalculables-, aunque no la vivamos en carne propia, nos acecha, la vemos por todos lados. Y sufrimos sus efectos. Nos habla del más allá, de donde nuestros ojos satisfechos y a veces egoístas son incapaces de ver.

Le tememos a las enfermedades, todas más graves en Honduras que en cualquier otro sitio, y no se trata de realismo mágico. Es que si nos ponemos modernos podremos decir que el adjetivo «grave» cuando acompaña al sustantivo «enfermedad» va más allá de la propia afección del cuerpo, tiene que ver también con la posibilidad de curarse o no. Enfermarse de los riñones es más o menos grave según haya posibilidad de tratar efectivamente la enfermedad.

Se vive la pesadilla del desempleo, de la burocracia, de que los hijos tomen el mal camino, de la corrupción, de la vejez sin previsión social, etcétera. Todas han aparecido porque dormimos un larguísimo sueño. ¿Qué estruendo de la realidad tendrá que despertarnos?

Los hondureños no precisamos de mitos ni de leyendas. Somos un canto al miedo. Considero que uno de los problemas más grandes que tenemos es que vivimos con miedos, miedos sociales como los que enumeré arriba, y miedos personales. Hay que trabajar en la seguridad de los niños y de los jóvenes, para que no la busquen en la violencia. Es posible que ese sea uno de los gérmenes de los tiempos violentos que vivimos, hallar seguridad en las armas, en la muerte del otro.

Incluso vivimos la arquitectura del terror. Y no, no son casas góticas, son casas amuralladas, prácticamente impenetrables. Y qué decir de los muertos andantes, los hondureños ya sin esperanza, autómatas de una lúgubre distopía que aún no aceptamos.

Esto que vivimos, no hay licántropo, ni Drácula, ni Frankenstein, ni Duende, ni Ciguanaba que lo supere. Sí, estos tiempos que vivimos son la noche, y la luna ha transformado un humilde y pacífico país en una extraña y tenebrosa criatura que habitamos.