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Nada que celebrar

Hace un par de días celebraron el Día Internacional contra la Corrupción. Cada 9 de diciembre se conmemora una fecha establecida por las Naciones Unidas para promover la sensibilización sobre este problema y se concientiza sobre la importancia de la adopción de medidas para su prevención y erradicación.

Sin embargo, en países como el nuestro, la corrupción está tan arraigada que celebrar este día resulta una mera formalidad. Honduras ha sido arrastrada al fango de la vergüenza por gobiernos altamente corruptos. Estos se han encargado de saquear sistemáticamente al Estado. Los funcionarios públicos utilizan sus cargos para enriquecerse personalmente, a costa del interés público, dejando manchas hasta en los últimos estertores de esta democracia.

Esto nos ha costado la sangre de los que son golpeados por la pobreza y la desigualdad. En un país con limitado acceso a servicios públicos básicos, como la educación, la salud y la seguridad, la corrupción se ha hecho señora.

Ella nos ha dejado como herencia a grupos elitistas encaramados en las tarimas del poder, con los privilegios que dan los recursos del Estado, socavando las podridas estructuras de la nación, de las cuales, anteriores delincuentes ya se sirvieron un banquete bizarro e impune. Así que, celebrar el 9 de diciembre como el Día Internacional contra la Corrupción es una contradicción.

Porque quienes tienen que dar el ejemplo de lucha son los que han asumido las riendas del Estado por la fuerza, no con discursitos bonitos y pletóricos, adornados con guirnaldas de coloradas, ni con declaraciones de intenciones electoreras. Se necesita un compromiso político real para combatir la corrupción y acabar con esta calamidad parida desde el sistema político.

Para celebrar el Día Internacional contra la Corrupción de forma significativa, esta clase de esbirros disfrazados de demócratas deben por lo menos un día encontrarse con sus harapos de moral y reflexionar para tomar medidas concretas para combatir este mal.

Deben incluir: fortalecimiento de las instituciones de lucha contra la corrupción, como la Fiscalía General y la Contraloría General; adoptar leyes y reglamentos más estrictos para prevenir la corrupción; aumentar la transparencia y la rendición de cuentas de los funcionarios públicos; promover una cultura de la ética y la integridad en la sociedad.

Abandonar sus poses de cirqueros y asumir la justicia como derecho, no como botín político, sino como bienes esenciales para la sociedad. Parar el abuso del poder público, que se manifiesta de diversas formas, como el soborno, el nepotismo, el tráfico de influencias, y un largo etcétera que desfila en los carnavales del exhibicionismo chabacano.

El congreso debe asumir su papel histórico, y proporcionar un marco normativo para prevenir la corrupción. Las leyes y reglamentos establecen los límites del poder y las sanciones que se aplican a los actos de corrupción. Garantizar la rendición de cuentas de los funcionarios públicos. Proteger los derechos de los ciudadanos frente a los abusos del poder público.

El derecho y la justicia no tienen apellido, no pertenecen a ninguna dinastía rural ni urbana de este país, por lo tanto, no debe doblar la columna ante los capataces de la política que han domado los tres corceles desnutridos y enclenques del poder.

Hay que separar los poderes del Estado y no aplaudir los chistes familiares que se hacen desde el palco de los sacrificios legislativos, desde los canales de la televisión transmitidos por el miedo, el chantaje y la persecución financiera.

La rueda de la fortuna del Poder Judicial y el Ministerio Público ahora se cuadra al geométrico orden del jefe. No hay nada que celebrar y sí mucho que reclamar a estos servidores que no sirven, sucesores de aquellos que nunca dijeron dónde estaba el dinero, y estos que no saben dónde está el gobierno.