Columnistas

Provocó 200 millones de muertos a lo ancho de la historia, convirtiéndose en la más letal enfermedad infecciosa. La humanidad tuvo tres grandes pandemias: la de Justiniano (siglos VI y VIII); la llamada “peste negra”, con sucesivos brotes en Europa de los siglos XIV y XVIII; y la pandemia China del siglo XIX.

A mitad del s. XIV los genoveses venidos de Crimea (mar Negro) llevan el virus desde Caffa a los puertos donde recalan. Había cadáveres en cubierta al atracar en Constantinopla. Otras naves siguieron a Sicilia, la que impidió entrar al humano pero no a las ratas, que diseminaron la enfermedad. Hubo suma mortalidad en Andalucía, Sevilla, Canarias. Creyendo que los cadáveres portaban gérmenes de peste, los atacantes los lanzaban sobre ciudades que sitiaban. En China (1855) la peste golpeó Hong Kong (1894) y generó caos en India. Doña Muerte cobró diez millones de almas (1898 a 1918), afectando sitios tan opuestos como Cuba y Puerto Rico (1914).

Una mejor higiene ayudó a que hacia 1930 descendieran la incidencia y la gravedad, así como por el desarrollo de antibióticos. La peor fue la “peste bubónica”, con tumefacción dolorosa de ganglios linfáticos, que creaba “bubones” (bubas, ampollas en cuello, axilas). Se transmitía a animales y humanos por pulgas infectadas o por inhalación de gotas respiratorias.

En 1348 se la denominó “muerte negra”. Registrados están 85 millones de fallecimientos, haciendo desaparecer de 60% a 80%, de la población europea. Otra, la Gripe Española (1918 a 1920) mató a más de cuarenta millones de fulanos en el orbe. Es la más devastadora de la historia y aún se desconoce su origen, irrespetuoso de fronteras y de clases sociales. El nombre peste negra surgió porque uno de sus síntomas era que se ennegrecía la piel del enfermo (cara, manos). Quizás fue más, 50 millones de personas.

Más allá de lo literario, en “El Decamerón” cuenta Boccaccio el terror multitudinario de Florencia (1348) al virus, las falsías religiosas, las creencias erradas y las supersticiones (“una mandrágora bajo almohada aleja la peste”) y particularmente la inútil recurrencia humana a la idea del pecado como causa y de un dios indiferente para salvarse. Huye la gente de las ciudades infectadas, se refugia en casonas lejanas donde cuenta mil cuentos y hace, obsesiva, el amor, su final signo de sobrevivencia, engaño de reproducción. Acaba reconociéndose que las pulsiones del ser humano de todas las épocas son las mismas: el hambre, el sexo y el grave terror a la extinción.

A su vez, en “La peste” Albert Camus (novela, 1947) escenifica en Orán, Argelia, condición similar: el humano sufre por vicisitud, se angustia, detesta o ama a dios, espera hasta hundirse en la nada existencial. Confrontado a situaciones límite el hombre (y mujer) aprende a reconocerse a sí mismo en la fragua del sufrimiento pero, más allá de eso, se integra a la vaciedad del cosmos y el universo, entiende la magnificencia de su pequeñez y se hermana con otros, sobre cualquier diferencia o calidad de esplendor. La célula básica, madre, a que pertenecemos (genoma humano) enseña que todo es proceso desconocido y que no hay nada que temer excepto al temor. Como sentencia el personaje de una de mis novelas, “lo peor es tener miedo al miedo”.