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La mansedumbre del conejo

Luce repetitivo pues traté parecida materia en una nota anterior, pero el tema del Conejo Malo sugiere, acerca de las masas humanas, detalles que se hacen interesantes tras abordarlos. Y uno de ellos es la conclusión a que arribo intentando comprender la psicología conductiva moderna (inmediata, actual), en particular de jóvenes, y cuando descubro que entre el atractivo de los melódicos conciertos, hace años, de Elvis Presley (o de The Beatles, Bob Marley o Bob Dylan) y los de este muchacho musicalmente mediocre se dan en el público escasas (aunque relativas) diferencias.

El más terrible signo que invade mi mente es la comprensión de que a la persona que asiste a uno de esos conciertos prácticamente no le importa lo que el intérprete diga, parle o hable, incluso si es la más cruda vulgaridad. Lo único que le interesa es el ritmo, la melodía, la secuencia armónica, el bailoteo, el salto y la charanga, el pálpito simultáneo de la tambora con el corazón. Lo que en exclusivo significa sensación y pasión, no análisis, teoría, discurso ni pensamiento. Pues se obedece a los dictados del cuerpo, al brinco y el músculo, a nervios y tendón que agítanse y siguen la cadencia de la música.

Las tonteras dichas por el man son desapreciadas o no oídas, sin valor su significado excepto si las rima y logra integrarlas en un complejo estético fónico, que puede ser su clave de éxito. Entre tanto reinan la tambora y la batería, la clave tribal y primitiva de la percusión indígena o africana que activan la sangre y dan placer. Al concierto no se va a pensar... ¿para qué?

Se asiste allí, más bien, a las complacencias características del inmenso, obediente y pastoril rebaño. Grato trote cardiaco, poderosa expulsión de las preocupaciones del cerebro, el cuerpo (ausentado de lo psíquico) agradece danzar con los mejores tumbos originarios. ¿Y qué celebra...? No importa, lo sabrá mañana tras la juma física y anímica, la apoteosis es de sólo el momento.

Tras la anagnórisis, o sea el descubrimiento interno de participar en la vida de la masa, la persona se obnubila, que es decir pierde su conciencia e identidad grupal y se anonima socialmente, se hace cosa, lo que igual es el secreto o instintivo placer de ser nada, nadie y bulto, cierta especie de orgasmo asociativo en que nos integramos a alguna y amorfa figura de colectividad.

“Mecate”, un intelectual irreverente catracho que reside en Canadá, provoca desde un reciente e-mail la siguiente formulación: “Este mundo no tiene desperdicio. O defines tu capacidad y beligerancia o te definen como imbécil o retardado; no hay espacio para dundos. Y si eres catalogado de dundo serás otro borrego en la enorme constelación de millones que galopan... Lo más maravilloso de Jesús en sus discursos es ‘conoceréis la verdad y la verdad os hará libres’.

El 90% no quiere entender la verdad porque ello representa renunciar a la mentira histórica en que fueron cocinados sus cerebros domesticados por la sociedad, la educación de obediencia y la política populista. Conocer la verdad es renunciar a las convicciones, es negar lo que creímos, tirar al basurero la vieja forma de pensar y nacer de nuevo. ¿Sólo los fuertes lograrán sobrevivir? Eso es falso. Lo hacen sólo aquellos dispuestos al cambio”.