Columnistas

Varios años ya, en el transcurso de una tertulia de esas que se tienen con amistades cercanas, aconteció que quien suscribe tuvo un lapsus linguae que causó hilaridad a todos los presentes por su improbable y jocoso resultado.

No se trató del uso errado de un participio (del verbo abrir o cubrir, por ejemplo, que más de alguno ha dicho a las carreras), de la colocación impropia de un acento agudo donde va uno grave (consensua, con acento en la u, para más señas) o de una trasposición de sílabas como esa que solía hacer de niño cuando decía “murciégalo” en vez de murciélago.

Estas pasan todos los días y se superan, primero con la corrección generosa de padres y luego la menos benévola de los maestros y profesores (debo confesar que en este momento me tiene más nervioso el corrector de pruebas del diario que el del ordenador, pues a fin de cuentas uno siempre encuentra quien le señale los gazapos).

Pues la situación con mis contertulios fue como sigue: no sé cómo y ya no recuerdo en qué frase inventé un adverbio donde no lo había y respondí “ni siquieramente”, seguramente para referirme al extremo de una situación incómoda o negativa más allá de cierto límite, que es cuando se emplea esta conjunción en nuestra lengua (la palabreja ya aparece marcada como error por el procesador de textos con que trabajo estos párrafos y solo espero que sobreviva la obligatoria “censura” del “policía secreto de la RAE” que ejerce como voluntario en estos fueros para garantizar que todo siga limpio, fijo y esplendoroso).

Como suele ocurrir cuando uno se equivoca de esta forma involuntaria, yo rematé con énfasis lo que tenía que decir con “mi adverbio” y no fue sino hasta que uno de mis amigos me lo señaló que caí en cuenta que había cometido un yerro. Si usted alguna vez se inquietó por un “mismamente” (de uso coloquial y popular en la península ibérica) o “casimente” (americanismo), ambas formas aceptadas por la academia, sepa que yo no tendría tan alta venia.

Desde entonces y hasta estos días, esos camaradas me lo recuerdan cada vez que se puede, y mucho más desde que escribo esta columna en la que trato de no meter la pata, pues se pueden dar cuenta y agregar más peso a mi cruz. Gazapos se cometen a toda hora, no solo en las conversaciones cotidianas, sino en los espacios más formales y menos pensados.

Pero vemos y escuchamos a colegas, periodistas y a personajes de la escena política decir alevosas y premeditadas barbaridades ante un micrófono y frente a cámaras que no son gazapos, sin consecuencias a juzgar por las varias premiaciones y resultados electorales que se conocen. Pareciera que si no hay “castigo” para el mal hablar, menos lo habrá cuando se actúa peor. Hoy esta maledicencia invade redes sociales y medios de comunicación de última generación, con sus “haigas”, la supresión de las haches del verbo haber y hasta hay envalentonados que corrigen a quienes hablan y escriben bien, ufanos y con arrogancia cerril.

Y como dictadorzuelos del mal gusto que son y se precian -sin saberlo- ni siquiera se dan cuenta. “¡Ni siquiera... mente!”