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En una fila de carros...

(Estoy en una fila de carros que no avanza)... mi retorno a casa al final de la tarde, después de la jornada laboral, es una rutina de cinco días a la semana, sin posibilidad de escapatoria. En bus, taxi, a pie, moto o en automóvil propio, la mayoría de la gente se zambulle -igual que yo- en el caudaloso torrente de ruidosos y humeantes vehículos, para estar de nuevo al lado de quienes más queremos.

La sensación es muy diferente a la matinal en que todo es prisas. Despabilarse, el duchazo, comer algo a tres por cuatro mordidas, sorbos apresurados quemagargantas, despedir o llevar a los críos que van a la escuela, ponerse en un zas “la armadura” (ropa de trabajo) y salir del “castillo”, invocando los dioses de preferencia para regresar sano y salvo, sin quedar por ahí embolsado como “estadística”.

(La fila de carros avanzó un poco). Por las mañanas, las aceras y calles son cual cañerías de agua potable y fresca. La gente fluye a paso veloz, bien arreglada, peinada, con olores perfumados y amistosos. Los rostros son todo decisión, miradas continuas al reloj, “buenos días”, con o sin respuesta, como sucede en las ciudades donde la cortesía es “cosa de viejitos”. Nada cercano a la bondad: los conductores pujan por ingresar a las vías, entre cláxones y puteadas, los autos y unidades de transporte público se mueven, peleando ruta, desafiando el paso del minutero, esquivando mendigos profesionales, modernos canillitas y personas que salpican con agua el lodo de los parabrisas, todos en cada esquina. Los impuntuales, los que van tarde, se desesperan, los que salieron a tiempo, tienen ánimo de sobra para sonreírle al conductor de al lado. Versión autóctona de la “Metrópolis” de Fritz Lang, con señoras vendiendo “baleadas” y café en las esquinas.

En la tarde, pinta todo distinto. La realidad se mueve más lenta, como en la tubería de aguas negras. Se camina pausado (a menos que se quiera evitar la incierta oscuridad). Sudorosos, despeinados, con expresión de hastío, los “soldados” retornan del frente, sin saludarse, hacen fila para el taxi o vienen colgados de un tubo, en medio del calor y del aire cargado de smog, malos olores, esquivando las caras de pocos amigos y las aglomeraciones. No hay buenas tardes, ni saludos. Los conductores hacen lo suyo por ingresar a las vías, aunque con menos vehemencia, por el acumulado cansancio. Cláxones y mentadas de madre siguen ahí (a decir verdad, no se fueron nunca). Ya no hay canillitas, pero su lugar lo ocupan peludos y descalzos escupefuegos y equilibristas (los que salpican agua en los vidrios se multiplican y sin pedir permiso, nos alcanzan y empañan la mirada y el buen ánimo), manos que venden flores artificiales para anunciar que “ya hay felicidad (y venta de droga) cerca del bulevar”.

(La fila de carros se detuvo de nuevo). Faltan seis cuadras o varios kilómetros para llegar al hogar, para saborear las sonrisas y amor filial, para recibir el beso eterno prometido en esponsales... (Y así, en una cotidiana fila de carros, nació esta columna de viernes).