Columnistas

El año que inventamos

Una vez más se acaba un año y empieza otro. Los almanaques, agendas y calendarios del 2023 viven sus mejores días. Olor a nuevo, páginas en blanco coronadas por fechas, todas ellas con días y horas hoy anónimas, pero luego memorables o para el olvido.

Al pasado se le quema para exorcizarlo. Las llamas iluminarán los primeros segundos del ciclo que empieza. Con ellas se quiere callar a los que dudan, a quienes ven ingenuidad en las expresiones de júbilo por el encuentro con el porvenir (por cierto, los proscritos petardos servían para ahuyentar a los demonios, sin pedir permiso a Dios ni al diablo).

El tiempo avanza. Nuestra manía de medir su paso podrá variar de formas, contenido, referentes y significado -según la época y lugar del planeta que habitemos- pero coincide en la inexorabilidad; es esta la que motiva a formular grandes propósitos y proyectos al filo de las doce de la noche del último día del calendario y nunca es más evidente que cuando vemos el cambio del número que identifica al año que se fue. Cada inicio es visto como una nueva oportunidad para terminar lo inconcluso e iniciar lo postergado, para visualizar metas y nuevos hitos vitales.

Sin embargo, si uno se detiene a pensarlo, el “cambio del año” no es más que un convencionalismo. La Tierra solo ha concluido otra elíptica órbita alrededor de la estrella que llamamos Sol, continuando ese movimiento perpetuo que intrigó a cuanto observador se percató de su existencia.

No hay tal primero de enero ni fin de mes, trimestre, lustros, décadas o siglos. Se trata de un invento de la civilización en que nos tocó vivir y que, dicho sea de paso, difiere del que en su momento los mayas, los asirios y la nación judía consideraron ideales. Existe porque la humanidad existe y -véase el afán- podría decirse desde que el mundo fue creado un 7 de octubre del año 3,761 a. de C. (según cálculos prolijos del judaísmo ortodoxo).

La exactitud en este tema es en extremo importante, como dejó evidenciado el papa Gregorio XIII, quien suprimió por “decreto divino” los diez días comprendidos entre el 5 y 15 de octubre de 1582, para corregir el error de 11 minutos y 14 segundos que un despistado astrónomo pasó por alto cuando Julio César le encargó “su” calendario solar.

Si calendarizar es ajeno al “continuum” del tiempo, no debe extrañarnos entonces que años y épocas “se parezcan” entre sí. Los momentos de conflicto, crisis, oscuridad, renovación, iluminación y grandeza se repetirán a lo largo de la historia, pues son productos humanos y como tales solo reflejan las pasiones y virtudes de sus protagonistas, humanos todos y, por lo tanto, esencialmente “predecibles” gracias a ese inconsciente colectivo repleto de arquetipos que influencian a nuestra especie.

Cuando el devenir luce tan incierto que invita a vestir calzones escarlata para atraer la buena suerte, es propicio recordar que los “años” los hemos inventado nosotros, que el “relleno” dependerá de nuestras decisiones y, es deber decirlo, también de otros más sabios o más tontos que usted y yo.