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Dionisio, el caballero

La sed de conocimientos engrandeció su biblioteca. En octubre de 1823 escribía hasta Guatemala al padre Francisco Antonio Márquez (firmante del acta de real independencia): “Dime qué libros buenos hay en esa; por mano de Barrundia y otros pueden conseguirse algunas obras raras que compraré a cualquier precio”. El 17 de enero de 1824 decía al mismo prócer religioso: “Han venido muchas gramáticas francesas, diccionarios y obras de literatura. Se publican ejemplares de las ‘Ruinas de Palmira’, del ‘Campo Mateo’, del ‘Citador’, etc. Hay en Trujillo algunas chef d’oeuvre destinadas a Tegucigalpa”. Y días más tarde insistía: “Próspero (Herrera, su hermano) me dijo que hay obras de geografía y excelentes mapas. Deseo poseer una buena colección de estos y la mejor obra que pueda conseguirse de geografía. Si no estuviesen muy caras mándame una, cuyo importe remitiré inmediatamente. Te encargo también la Constitución religiosa de Llorente”. En marzo de 1826 avisaba a Márquez: “He recibido el ‘Robinson’ y los cinco cuadernos que antes me habías remitido”.

El Boletín del Ministerio de Relaciones Exteriores (1949, N°. 4), donde esto aparece, concluye: “Por lo expuesto y más datos que permanecen ignorados podemos comprender la magnífica biblioteca que poseía el prócer Herrera, la que fue incendiada en 1827 en Comayagua por las tropas de Milla”.

Es leyenda comprobada que allí Herrera educó a su sobrino, el joven Francisco Morazán, poniéndolo en autos sobre la cultura iluminista y revolucionaria gala (Diderot, Rousseau, Voltaire, Montesquieu) pero mayormente enseñándole a leer francés.

Abogado por la Universidad de San Carlos, José Dionisio de la Trinidad de Herrera y Díaz del Valle (Choluteca, 1781-San Salvador 1850, primo de Cecilio) fue académico del liberalismo, redactor de la primera Constitución hondureña (1825), así como creó la primera Corte Suprema de Justicia y el primer escudo nacional de armas. A lo ancho de tres décadas ejerció como jefe de Estado en Honduras, Nicaragua y El Salvador, país este donde legó, para fortalecer la educación de Honduras, los finales tres pesos que poseía.

Tales datos son comunes en sus biografías. Lo significativo de Herrera es que nunca arrió la bandera del Estado laico, a pesar de las arremetidas que le lanzó el oscurantismo clerical de entonces, reaccionario y casi medieval, que concluyó defenestrándolo en 1827. Su pasión revolucionaria jamás decayó, a pesar de prisión y decepciones, sino que impulsó al federalismo centroamericano con fe inaudita y casi rayana en la utopía, pero sobre todo anclada a los regímenes ortodoxos de la razón, opuesta a la superstición, credos falsos, fanatismo y biblias con textos inventados. No era ateo, empero, sino racionalista, producto del más avanzado conocimiento de entonces y de las filosofías que procuraban, honestamente, la verdad.

“Único político de la historia centroamericana electo popularmente jefe de tres Estados”, cita Wikipedia. Más importante que eso, diríamos, fue su ideología pulcra y recta de pensador, ser de práctica ética y con un borrador de patria que jamás le funcionó pues siempre imaginó y creyó que arribaríamos un día a ser, como cita el escudo, libres e independientes.