Columnistas

Esperaba el autobús al costado del parque La Merced. Era un domingo de 1997 y el sol del mediodía calaba fuerte. Me habían invitado a almorzar y para corresponder a la gentileza de mis anfitriones, pasé por un supermercado comprando algo para beber. Salí de ahí cargando una bolsa con seis latas de cerveza (un “six pack”).

No me impacientaba la espera. En domingo los buses circulaban con menor frecuencia, así que me senté en el bordillo de una jardinera, abrí mi mochila y saqué un libro para entretenerme. Aunque no es lo que recomiendan quienes saben de seguridad, la lectura me distrajo de mi entorno lo suficiente para no reparar en quienes me rodeaban, pero no tanto para perder el transporte público.

La página del libro que leía perdió nitidez por una repentina sombra invasora. Cuando alcé la vista, me encontré con el rostro de un joven con expresión hostil. Concentrado como estaba en mi lectura y, ahora sí, menos en la espera del autobús, no hubo tiempo para reaccionar gestualmente a su interrupción.

Vestido con ropas comunes y algo percudidas, dirigió su índice a la bolsa plástica -perlada con gotas de agua- que reposaba a mi lado, en el bordillo de cemento y me dijo con voz pastosa: “Man, regalame una ‘bica’ (cerveza)”. Le respondí con un “no” enfático, en tono neutro. No podía imaginar que me preguntaría porqué y quizás por ello, sin medir consecuencias, solté una respuesta que hasta hoy me parece salida de la boca de otra persona: “no, ¡porque son mías!”.

En todo ese lapso, nunca dejamos de vernos a los ojos. Los suyos estaban vidriosos y enrojecidos, por desvelo o pegamento. Aprecié un repentino brillo en ellos, cuando me dijo: “¡Me dan ganas de palmarte, man!”, con una frialdad acorde al desafío de mis líneas en aquel improvisado guion. Pero el episodio no pasó a más: el desgarbado muchacho se dio la vuelta con desdén y se alejó zigzagueante por la acera…Al llegar a mi destino, conté a mis amigos lo ocurrido. Uno de ellos, visiblemente impresionado, me cuestionó el haber corrido riesgos innecesarios por una cerveza. “No sé porqué se la negué” –le contesté. Estaba claro que no me había sentido intimidado, pero eso no era suficiente explicación.

Hoy, muchos años después, repaso mentalmente aquella reacción y pienso en qué haría si me topo en la calle con una demanda similar o la una pretensión más enérgica. El “no” de entonces ni aparece entre mis opciones. ¿Qué generó aquella respuesta? ¿Falta de empatía? ¿Indiferencia? ¿Imprudencia? Mi respuesta sigue siendo un “no lo sé”.

Eso sí, tengo la certeza de algo: hoy sí me sentiría intimidado por mucho menos que aquella solicitud sedienta en un día soleado. ¿Será porque soy consciente que ahora me arrancarían lo que fuera de la mano exánime, sin mediar palabra, mientras mis ojos se apagan sin remedio? ¿Será porque sabemos que nadie hará algo para evitarlo? ¿Será porque el temor ya es parte irremediable de nuestras vidas? Lucen como dudas, pero son certezas.