En todo salón de clases hay estudiantes muy aplicados y otros que lo son menos. Como es lógico, siempre se ha visto con buenos ojos y se ha premiado a aquellos que ponen todo su empeño en las actividades propias del estudio. Como consecuencia, se ha creado una cultura de la meritocracia, lo que ha llevado a los estudiantes a extralimitarse. Considero que en algunos de ellos existe una obsesión (evidentemente, no sana) por conseguir buenas calificaciones.
Hay niños y adolescentes con altos niveles de estrés y de ansiedad, que se mezclan con inseguridad y en algunos casos hasta llegan a la depresión.
Cuando un niño de 10 años aprende que para “triunfar” es necesario tener una calificación perfecta ha conocido, entonces, lo que llamamos infelicidad. Uno, dos, cuatro, ocho o diez puntos se pueden perder en un examen por varias razones, que van desde no comprender una pregunta (porque está mal planteada o simplemente por la presión) hasta haberse concentrado en otros aspectos del contenido y no en el que se centró el examen.
En realidad, entre una calificación de 100 y una de 90 no existe gran diferencia. Esos diez puntos menos pueden deberse a otras circunstancias distintas al verdadero rendimiento académico. Detrás de una calificación hay demasiadas variables a considerar. Además de que casi siempre la asignación de valores a las actividades es arbitraria y no responde necesariamente a una lógica.
Este pequeño mundo llamado escuela funciona en consonancia con el mundo exterior. El sistema en el que vivimos nos enseña antes que todo a competir y a ser el primer lugar. Hay niños que muy temprano se dan cuenta de cómo funcionan las cosas y no quieren dar ningún tipo de ventaja. Lamentablemente, como dice Fernando Atria, que el éxito de los compañeros se transforma en una amenaza, en referencia a ranqueo que se hace de los estudiantes a través de calificaciones.
Pero más allá de todo lo que puedan sufrir los niños y las niñas producto de sus propias conclusiones, lo realmente terrible es cuando los padres de familia exigen exámenes y calificaciones perfectos a sus hijos e hijas, sometiéndolos a presiones excesivas y en algunas ocasiones hasta contraproducentes. Lo mismo sucede con los docentes; afortunadamente algunos y algunas se dan cuenta de que lo más importante es el proceso y el aprendizaje.
Pienso que eliminar el estrés por buenas calificaciones debería ser uno de los objetivos de la Secretaría de Educación y, en consecuencia, de los centros de enseñanza del país. ¿Qué hace un niño de 11 años estresado por conseguir la mejor nota? Francamente me parece una realidad triste y descorazonadora. Debo aclarar que no se trata de formar estudiantes irresponsables, sino de enseñarles que las notas perfectas no son más que anecdóticas y un punto de referencia para el docente, los padres de familia y el sistema educativo.
La evaluación nunca es un número exacto, sino más bien un espectro o un rango, que da luces y señales sobre dónde se encuentra un estudiante en el proceso de enseñanza aprendizaje. En todo caso, una nota perfecta debe ser consecuencia y no el objetivo.
La escuela puede ser un lugar alegre, amable y feliz a la vez que uno que enseñe. Basta ya de ponerles a los jóvenes cargas que no tienen por qué soportar. También es necesario ser consecuentes con los niveles educativos, y exigirle a cada edad en su justa medida. Lo ideal sería que en lugar de un 100 o un 85, los padres y las madres de familia recibieran la lista de habilidades aprendidas y una evaluación integral del estudiante. Lastimosamente nuestro mundo es de todo, menos ideal.