Columnistas

Brutos desajustes morales

Mi involuntario tocayo, el general italiano Giulio Douhet, graduado cual doctor ingeniero en la academia del Instituto Politécnico de Turín, afirmaba insolente en 1926, en su libro “El dominio del aire”, que para desmoralizar a la población civil en la guerra es vital la destrucción de sus tesoros artísticos (dígase genéricamente culturales).

“La función de la fuerza aérea”, expone, “es dirigir su potencia destructora al corazón del adversario: infraestructuras claves, escuelas, museos y edificaciones culturales que identifiquen a la nación, para de esa forma quebrar su moral y capacidad de lucha”. Defendía el uso de bombas incendiarias y gas mostaza, de armas químicas (...) sobre centros de población, no distinguiendo entre sociedad militar o civil e involucrando por igual a todos quienes conforman la nación: ancianos, hombres, mujeres y niños.

Con ello se conseguiría el pronto momento en que, para poner fin al horror y al sufrimiento experimentados, el pueblo mismo, impulsado por el instinto de autopreservación, se levantaría y exigiría el fin de la guerra, la rendición ––siempre bajo el principio de que, como la guerra es inmoral, cualquier método utilizado para acortarla es justificable.

Lo narra Manuel de Arpe en “El viaje del Tesoro”, obra donde cuenta el tránsito terrible que 1,200 obras únicas y pictóricas del Museo del Prado (Velásquez, Goya, El Greco, Murillo) debieron emprender desde España y Francia a Ginebra por causa de los bombardeos aéreos que durante la guerra civil española ordenó Francisco Franco contra la República y la antañona institución castellana.

El consejo de Douhet se repitió una década más tarde cuando el mismo Franco, en abril de 1937, consciente que por cuatro horas treinta aviones alemanes e italianos ensayen la guerra total ametrallando y bombardeando “en alfombra”, incluso con incendiarias, la resistente urbe vasca de Guernica, hasta demolerla y, en particular, sus centros artísticos.

Cierto sacerdote de entonces reclama al cardenal: “por dignidad, por honor al evangelio, por las entrañas de misericordia de Cristo no se puede cometer semejante crimen horrendo, inaudito, apocalíptico, dantesco. [...] Una ley eterna, la de Dios, impide matar, asesinar al inocente. Todo eso fue pisoteado en Guernica”.

La pintura cumbre de Picasso (con similar nombre) rememora aquella horrible ocasión. Bestialidades nada nuevas por cierto, ya que como relata Howard Zinn en “Otra historia de Estados Unidos” (History of the People of the United States), durante el sometimiento de los indígenas norteamericanos quedó grabada la vileza mental de un capitán inglés que reflexionaba, cínico, que la masacre es el mejor instrumento para quebrarle la moral al pueblo, o como practicó Pedro de Alvarado en México al comandar la matanza del Templo Mayor, cuando a mediados de 1520, ausente Hernán Cortés, él y sus hombres masacran a la nobleza mexica reunida en el patio del Templo Mayor de Tenochtitlan para celebrar la fiesta de la veintena de Tóxcatl. Golpean mi memoria estos groseros datos en tanto me cobija del severo frío la cálida embajada hondureña en Madrid y mi mente resiste la crueldad que, con horroroso tenor, sufre hoy la población de Palestina.