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A oídos de los 68 nuevos

Los gobiernos hondureños llevan décadas haciendo reformas. Sin reformas, nos dicen, es imposible lograr tasas elevadas de crecimiento, o mejorar la educación, o tener más salud.

Si bien es cierto que el país se ha transformado en estos años y muchas cosas han mejorado, ese paradigma de las reformas sigue vivo, todo mundo quiere más reformas. Sin embargo, nadie parece estar muy satisfecho con sus resultados.

La respuesta sin duda yace en el problema de fondo de las reformas: que para ser exitosas, estas entrañan la afectación de intereses, que son precisamente quienes se benefician del statu quo. Que conste que todo esto tiene muy poco de ideológico y mucho de sustantivo.

La ideología y el discurso son solo instrumentos para sumar adeptos y crear una sensación de caos cuando así se requiere. Lo relevante son siempre los intereses.

En su dimensión pública, las reformas tienen dos momentos de disputa. La disputa inicial que es siempre en el congreso, pues es ahí donde se debate el contenido de lo que se propone reformar. Ahí se concentra la defensa y el ataque –así como la mirada de los analistas y políticos- y donde se confrontan los intereses creados con quienes promueven las reformas.

La historia demuestra que, aunque diluidas, muchas de las iniciativas acaban siendo aprobadas; empero la realidad prácticamente no cambia. La pregunta es por qué.

La respuesta yace en el segundo momento de las reformas: lo realmente trascendente de una reforma es su proceso de instrumentación. En el asunto de las reformas, el momento relevante es cuando una ley tiene que ser hecha efectiva.

La ejecución de lo que se propone reformar es donde reside la verdadera prueba de la capacidad de transformación, pues es ahí, en la vida real, donde se confrontan los intereses. Es en ese segundo momento donde, en muchos casos, hemos fallado miserablemente. Es decir, reformamos la ley pero no así la realidad.

Por conflictivo que sea el proceso de aprobación de una reforma en materia de educación, por ejemplo, el momento crucial es el de la instrumentación. Una reforma al sistema educativo implica un cambio en la relación con más de sesenta mil maestros y toda la estructura de liderazgo sindical y administración burocrática.

O la reforma de un simple trámite comercial, que para ser simplificado se tienen que enfrentar poderosos gremios solo para eliminar una firma. Todo mundo defiende su statu quo.

El punto es que la ejecución de un proceso de reforma es mucho más compleja que el debate sobre la reforma legal que le precede. Es ahí donde se aterriza la reforma: donde triunfa o fracasa. Donde se logra un resultado positivo o uno mediocre.

Edward Gibbon escribió en el siglo XVIII que, para cambiar, se requiere “la determinación del corazón, la cabeza para ingeniarse el cómo y una mano fuerte para la ejecución”. Y sigue siendo válido: una reforma es irrelevante si no se instrumenta a cabalidad y eso exige una gran capacidad de operación política.

Los diputados electos, nuevos y repitentes, tienen la enorme responsabilidad de no solamente aprobar nueva legislación, sino también de acompañar esas reformas hasta ver resultados. Si no dejan huella, todo habrá sido pura vanidad.