En los últimos meses se han leído, escuchado y visto una enorme cantidad de noticias referentes a los estragos producidos por la pandemia del covid-19. Muchas de estas situaciones no son únicamente producto como tal de la presente enfermedad global. Sino que el coronavirus es “la gota que derramó el vaso” de las graves problemáticas económicas, sanitarias, humanitarias, educativas, sociales y, por supuesto, políticas que actualmente experimentamos, develando la fragilidad del presente sistema y las enormes carencias con las cuales sobrevivimos.
Estos y muchos flagelos más son solo algunos ante los cuales los pueblos latinoamericanos hemos soportado y resistido durante décadas. Por citar ejemplos de injusticias y violencias en el rubro de la alimentación y el trabajo. La población latinoamericana luce alegre y sonriente, sin embargo, según reportes de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2017), el 22.4% sufre de depresión o ansiedad severa. Solamente el 50% recibe un tratamiento profesional y apenas los gobiernos destinan 3% del presupuesto de salud a la salud mental. Según Amnistía Internacional se producen más de 500 muertes al día por arma de fuego. América Latina se ha convertido en la región con mayor número de homicidios del planeta con una tasa media de 17.2 por cada cien mil habitantes (ONU, 2019). Países como Honduras y El Salvador (entre otros) han encabezado la lista mundial en los últimos años. ¿Es esta “la normalidad” a la que nos afanamos por regresar?, ¿queremos en verdad continuar coexistiendo con aquello que no solo nos hace daño, sino que nos arrebata la vida lentamente?, ¿queremos seguir haciendo lo mismo y esperar que haya cambios en nuestra vida y en nuestra sociedad?
Ante el imperante ascenso del fascismo, la violencia, conflictividad y calamidad social pospandemia, solo los pueblos y comunidades organizadas tienen la solución. Una nueva normalidad es posible y necesaria solamente si trabajamos juntos para construirla.