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Luego de doce años de creciente y planificado debilitamiento institucional, de saqueo sistemático de fondos públicos, de autoritarismo presidencial, de militarización, indefensión ciudadana ante la ola de violencia, de narcotráfico protegido desde la cúpula gubernamental, de creciente empobrecimiento de más de dos terceras partes de nuestros compatriotas, de notorio deterioro de la salud y educación públicas, de entrega al mejor postor del territorio y la soberanía nacional, de asesinato impune de ambientalistas, la ciudadanía tiene total derecho a indagar las causales de fondo, sistémicas, que condujeron a un callejón aparentemente sin salida.
Los defensores a ultranza del régimen recién concluido gracias a la voluntad mayoritaria de las y los hondureños, evaden estas interrogantes existenciales, tal como si nunca han ocurrido. Tal actitud evasiva debe ser rechazada y condenada. La memoria colectiva ni olvida, ni perdona.
En su discurso de toma de posesión, la presidenta Castro preguntó a sus compatriotas: “¿Cuánto dinero llegó a la gente pobre? ¿Al servicio de quién está el presupuesto? ¿Quién audita el presupuesto y su ejecución? ¿Qué hacen con la corrupción presupuestaria?
La periodista Thelma Mejía plantea a sus lectores preguntas fundamentales, todas valederas y vigentes: cito algunas de ellas: ¿En qué momento perdimos el país? ¿Adónde quedó el Estado? ¿Qué pasó con nuestras élites políticas? ¿Tocamos fondo o todavía hay tiempo para el rescate? ¿Tenemos aún un Estado? ¿Qué Estado tenemos y qué Estado deseamos? ¿En qué momento se nos fue el país? (“De la ‘A’ a la ‘H’: el tsunami en la política”. Proceso Digital, 5 de agosto de 2019).
No podemos excluir la siguiente, lanzada a grito tendido, escrita en paredes, calles, puentes: ¿Dónde está el dinero? ¿En cuentas bancarias privadas aquí o en el exterior? ¿En compra de mansiones y vehículos de lujo? ¿En viajes y francachelas?
Desde el retorno al régimen constitucional, a partir de 1980, la expectativa ciudadana que no solo retornara el imperio de la legalidad, igualmente se fuera construyendo un sistema democrático incluyente, con la activa participación de los gobernados. Pero la realidad fue otra: las élites políticas y cierto sector empresarial continuaron percibiendo el Estado como botín a repartirse por los vencedores: el poder para beneficio propio, limitando a la población a ser mera espectadora.
En el proceso, la frágil institucionalidad fue debilitándose más, cuando así convenía a los intereses del gobierno de turno y los poderes fácticos, con impunidad, violación a los derechos humanos, aplicación del modelo neoliberal a partir de 1990, incrementando el abismo entre plutócratas y desposeídos, fortaleciendo la acumulación de riqueza y oportunidades en pocas familias, algo que ya avizoraba el Acta de Independencia de México de 1823.