Crímenes

Grandes Crímenes: Más allá del odio (2/2)

¿Me equivoqué al amarte tanto, o estoy en lo correcto por odiarte como te odio?
21.03.2021

RESUMEN. Celia es una mujer hermosa, adinerada y de buena posición social, sin embargo, lleva una cruz sobre sus hombros, y hace contacto con Carmilla a través del periodista Jorge Quan para contar “la historia que yo misma escribí con sangre, y con sangre inocente”. Si hay en ella arrepentimiento, solo Dios lo sabe, pero su vida “es una tragedia completa”. ¿Cuál fue el crimen
que cometió?

PRIMERA PARTE: Grandes Crímenes: Más allá del odio

Ella. “Desde que sale el sol hasta que llega la noche, mi vida es una tragedia completa, llena de angustias y temores porque no quiero ir a la cárcel. Sé que allí está en los archivos de la DPI mi orden de captura, aunque es vieja y, tal vez está perdida en una montaña de papeles, sin embargo, existe, y seguramente está en el sistema, esperando solo a ser ejecutada. Lo último que supe fue que un grupo de detectives tenían la misión de encontrar a viejos fugitivos de la ley, órdenes de captura en mano, pero sé que no tenían la mía.

Mucho dinero me ha costado todo esto, pero sé que la libertad no tiene precio, aunque esta libertad mía es una tortura y, a veces pienso que hubiera sido mejor entregarme, declarar mi delito, pedir el juicio abreviado y portarme bien para beneficiarme de la libertad bajo palabra, pero tenía miedo, había odio en mi corazón, y dejé pasar un tiempo precioso.

Ahora, como ve usted, Carmilla, ya estoy… madura, y caer en la cárcel a esta edad sería lo peor que me pudiera pasar. Me condenarían a veinte años, tal vez menos, pero tendría que estar tras las rejas al menos diez o doce años antes de optar a la libertad condicional, y no creo que soporte eso; además, saldría de más de cincuenta años, vieja, mucho más vieja que hoy…”

Celia habló sin parar por muchos minutos.

Sufre, pero a causa del miedo a ser capturada.

Es rica, vive en una mansión, tiene sirvientes, de los cuales solo una conoce su secreto, y está sola, horriblemente sola porque no ha podido, ni podrá ya, establecer una relación afectiva con alguien, con un hombre con el que pueda pasar el resto de sus días.

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“Debo confesarle que tengo necesidades como todas las mujeres –dice–, y eso hace más grande mi pena… Pero ese es un tema que no viene al caso”.

“Precisamente –le dije–, me gustaría conocer más de su caso. Hasta hoy solo me ha hablado de usted, de su pena, de su sufrimiento, de su angustia y de su temor a ser capturada y terminar en la cárcel, pero no me ha dicho nada sobre el crimen, no me ha hablado sobre el crimen que cometió y qué es lo que la tiene así”.

Ella sonrió, y había en su sonrisa un halo de grave tristeza. No había expresión en sus ojos, que estaban velados por las lágrimas que no se atrevían a saltar por las mejillas, y aquel rostro bonito, lleno de maquillaje, mostraba la angustia que hervía en el corazón.

“Dígame una cosa –le dije, de pronto, tratando de entrar de lleno en el tema–; ¿usted está arrepentida de lo que hizo?”

Guardó silencio por largos segundos.

“No sabría decirle –me respondió, con acento ronco–; no lo sé ni yo misma. A mí lo que me da miedo es que me capturen, que me exhiban en los medios de comunicación, que me lleven a los tribunales, y que me
condenen…”

ADEMÁS: PRIMERA PARTE: La lengua del sapo

“¿No hay arrepentimiento por el crimen que cometió?”

“Es que no lo sé. Siempre estoy confundida. Pienso en eso, y a veces me dan remordimientos, pero esos son sentimientos diferentes al
arrepentimiento…”

“Bien. No estoy aquí para juzgarla, ni para hurgar en su conciencia. Perdone, por favor. Pero me gustaría que me cuente el caso en sí”.

“No se sienta mal por eso, Carmilla. Usted puede preguntarme lo que guste. Eso le dije a don Jorge. No tendré problemas en responder”.

“Sí, la entiendo, pero a los lectores les interesa el caso en sí, y creo que serán ellos una especie de jueces para usted…”

“Creo que sí, aunque mi peor juez es mi conciencia…”

“¿Está segura?”

“No, en realidad… Es más mi miedo, este miedo que llevo cargando por años…”

PAOLA.

“Yo me enamoré de él desde que era una niña. Jamás tuve ojos para nadie más. Nos hicimos novios en la Escuela Americana, y seguimos nuestra relación en Estados Unidos, mientras estudiábamos en la universidad. Luego, regresamos a Honduras y formalizamos nuestra relación. Nos casamos. Y esperamos a que pasara un tiempo para tener hijos. Pero no vinieron nunca, por lo que todo empezó a venirse abajo. El matrimonio sufrió, y yo ya no servía para nada, más que para dar placer… si es que él quería. Pero llegó el día en que ya ni eso quiso, y me lo echó en cara cuando yo lo busqué, deseando tener intimidad con él. Me dijo que para qué si ni hijos podía tener… Y aquello me laceró el corazón, aunque era una verdad que no podía negar”.

Hace otra pausa para limpiarse las lágrimas.

“Noté que él empezó a cambiar. Llegaba tarde a la casa, ya no hablaba mucho conmigo, no se interesaba en mis cosas, salía temprano a sus proyectos, no tenía detalles como antes y menos me miraba cuando trataba de seducirlo poniéndome de esas cosas que sé que entusiasman a los hombres… Él estaba ciego, y entendí que ya lo había perdido todo y que seguía casado conmigo porque era lo que convenía ante la sociedad a la que pertenecemos…”

Nos sirven un poco más de sidra.

Ella llora.

“Quise que me diera explicaciones, que me dijera algo, pero no habló. Aunque dormíamos en la misma cama, estábamos ya en mundo separados, opuestos lejos uno del otro, y yo sufría porque lo amaba, hasta que un día le encontré una factura en uno de sus sacos. Era de una tienda especializada en cosas de niños, y era una factura elevada. Había detalle de muchas compras, y la había pagado en efectivo; y todo era para una niña…”

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Suspira, y hay ira en su interior, como si se despertara el viejo odio.

“Le pregunté que qué era eso, y no lo ocultó”.

“Tengo una hija –me dijo–, y eso lo compré para ella… No quería que supieras nada de esto, pero ya que lo sabés, pues, lo reconozco…”

“¿Pero cómo es posible que hayás estado con otra mujer?”

“Lo siento, Celia… Tengo una vida qué vivir, y por mucho que te haya amado, necesito hijos… Tal vez sea egoísta, pero es la verdad”.

“¿Quién es esa maldita?”

“La madre es una mujer sencilla… Ya la niña tiene un año y medio y en todo este tiempo he estado a tu lado porque no pienso dejarte jamás…”

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“Ah, sí”.

LA NIÑA.

Carla habla desde la oscuridad que hay en su corazón, y con dolor que no puede reprimir, dice:

“La niña se llamaba Nohelia. Era muy bonita, ojos verdes, como los del papá, blanquita como la leche, y pelo castaño. Era mi vida, y él la adoraba. Un día, después de dos años de felicidad, vino a mi casa y me dijo: Carla, vas a perdonarme, pero tengo que alejarme de vos, y de la niña. Mi mujer ya se dio cuenta de que tengo una hija y de que estoy con otra mujer, y sé que ella es capaz de hacerte daño, o de hacerle daño a la niña, y por eso, prefiero alejarme, dejar de verlas por un tiempo, mientras las cosas se calman en mi casa y mi mujer se tranquiliza, pero no te preocupés de nada que te voy a dar todo lo que la niña y vos necesitan, y mucho más. Ya hablé con tu papá para que mejoren la casa, compren unas vacas, compre unas cuantas manzanas de tierra, y tengan un patrimonio propio en el que trabajar; animales, siembras… bueno, todo…”

Carla calla. No dice nada más por unos minutos. Los recuerdos le laceran el corazón.

“Él se fue, y con él se fue la mitad de mi vida. Yo solo tenía dieciséis años, aunque parecía de más, era virgen y me entregué a él por amor, y acepté que fuera casado y unos cuantos años mayor que yo. Estaba enamorada, y sigo enamorada de él… Pero él tenía razón de tenerle miedo a la mujer… Tenía mucha razón…”.

ALDEA.

“Aquí nací, aquí crecí y sé que aquí me voy a morir. Míreme, ya estoy vieja, a pesar de que sigo siendo joven, y sé que me voy a quedar sola porque no voy a querer a otro hombre como lo quiero a él, aunque no lo volví a ver desde que pasó aquello…”

Calla por un momento. Don Jorge Quan le da un pañuelo para que se limpie las lágrimas.

“Yo estaba en la cocina esa mañana, y desde allí se ve la única calle de la aldea. El carro pasó dos veces, una para arriba, y la otra para abajo, y se detuvo casi frente a la casa. Entonces, se bajaron tres hombres, altos, delgados y con capuchas, y uno de ellos gritó que era policía. Nadie les contestó, pero entraron a la casa y se fueron directo a la sala, empujaron a mi papá, lo tiraron al suelo y se fueron al cuarto donde lloraba la niña porque ya tenía hambre, y eso los llevó hasta ella… Yo salí corriendo, pero en ese momento, dos de los hombres le dispararon, y la niña estalló en sangre. Yo me tiré sobre ella, para protegerla, pero cuando la toqué, estaba muerta. Le habían disparado unas diez veces, y estaba deshecha… Los hombres salieron de la casa apuntándonos con las pistolas, se subieron al carro, y se fueron. La Policía llegó, tomó declaraciones, yo acusé a la esposa de mi hombre, y ellos dijeron que iban a investigar, pero nada, no la agarraron nunca, aunque sí sé que tiene orden para que la capturen.

El problema con ella es que es rica, millonaria, y tiene influencias… Y uno de pobre solo tiene que esperar la justicia de Dios”.

Calla Carla y sonríe mientras deja que las lágrimas corran por sus mejillas.

“Él estuvo en el entierro. Acusó a su mujer, se divorció y se fue de Honduras… No lo he vuelto a ver. Ni sé dónde está… Pero de esa mujer sí quisiera ver que la capturen, que la lleven a la cárcel y que pague el daño que le hizo a mi niña… Mejor me hubiera matado a mí, que fui yo la que se enamoró del marido, y no desquitarse con una criatura, solo porque ella nunca le pudo dar un hijo a su hombre… Y eso ya viene de Dios”.

FINAL.

Celia se pone de pie. Camina hacia la ventana y ve las montañas llenas de pinos, y levanta la vista hacia el cielo azul, lleno de nubes.

“Carmilla –me dice–, he estado esperando que regrese desde hace dos semanas… ¿Habló con ella?”

“Sí, y me contó la misma historia que me contó usted…”

“Escríbala –me dijo–, y sé que me va a ayudar a descargar mi conciencia, y, a lo mejor, los policías aparecen una mañana por ese portón y me llevan de aquí para siempre… Y, así, tal vez tenga paz… Tal vez…”

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