Siempre

Memorias de un comedor familiar

En casa de los Mencía Reyes la comida es un momento para reír y conversar, porque incluso una pandemia como la que vivimos ahora puede olvidarse en el abrazo del calor familiar
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12.07.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Hay un ir y venir de gente que pasa al lado del bulto sin detenerse. El bulto llora. Desde hace siglos que llora y nadie lo oye. Él es el único que oye su llanto. Se ha extraviado en un mundo que es, a un tiempo, familiar, remoto, íntimo e indiferente. No es mundo hostil: es un mundo extraño, aunque familiar y cotidiano, como las guirnaldas de la pared impasible, como las risas del comedor. Instante interminable: oírse llorar en medio de la sordera universal”.

Tengo presente ese párrafo de Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”. Y aunque viví gran parte de mi infancia en una casa donde la primera regla para sentarse a la mesa era guardar silencio —un acto tan sagrado como la comida no debe ser interrumpido por algo tan mundano como las palabras—, en casa de los Mencía Reyes la comida es un momento para reír y conversar, porque incluso una pandemia como la que vivimos ahora puede olvidarse en el abrazo del calor familiar.

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De niño escuché una historia en la que uno de los discípulos interrumpe a Jesús para decirle que “su madre y sus hermanos” lo buscan. La repuesta de Jesús, siempre parabólica, es del todo inesperada: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que hacen el bien”, le dice.

Aquí, en estas paredes erigidas hace ya casi un siglo por don José Iglesias para honrar el amor por su esposa, Susanita Padilla, la cuarentena por coronavirus es más apacible y menos desesperante.

Aquí, en estas paredes erigidas hace ya casi un siglo por don José Iglesias para honrar el amor por su esposa, Susanita Padilla, la cuarentena por coronavirus es más apacible y menos desesperante.

Algo parecido me ha ocurrido durante toda la vida: mi familia es prolongada, y cada una de las personas con las que compartí cosas hermosas y honestas a lo largo del camino —en tiempos de alegría o sufrimiento—, puede llamarse mi familia; porque las vidas que no une la sangre, las une el cariño.

En esta casa, como en pocas, la vida es lenta y pacífica. Llegué por primera vez a ella hace casi tres años, en los días en que vine a Gracias invitado por Edgardo Cruz para contribuir al proyecto de bibliotecas infantiles de Plan International Honduras. Tiempo después regresé a Tegucigalpa, pero la vida me trajo de nuevo, sin sospechar siquiera qué ocurriría en nuestro mundo.

Aquí, en estas paredes erigidas hace ya casi un siglo por don José Iglesias para honrar el amor por su esposa, Susanita Padilla, la cuarentena por coronavirus es más apacible y menos desesperante. Su vieja estructura de casa señorial, propia de la arquitectura de la Colonia, posee gruesas paredes de adobe cruzado, techos altos de madera curada, láminas de asbesto, pisos de mosaico antiguo, amplias habitaciones, interminables corredores y un jardín interior lleno de flores, plantas y árboles frutales visitados por pájaros y ardillas.

Como antaño, el alma de la casa parece estar en la cocina donde Susanita (Chanita) y sus empleadas cocinaban para los habitantes, los mozos y los invitados especiales, como el expresidente de la República, Juan Manuel Gálvez, allá por la década de 1950, cuando Gálvez visitaba la ciudad, se hospedaba en la casa de don Pedro Iglesias y Mercedita Galeano frente a la plaza de San Sebastián, y se pasaba por la casa para saludar a don José y disfrutar de los famosos platos de Chanita.

En esa misma sala de comedor donde alguna vez comió un expresidente, y donde todavía se sirven el tapado graciano, el ponche de piña, la sopa de ganilla india, las tortillas gruesas y pequeñas, las pupusas de loroco, el café negro tostado con pimienta o los tamalitos “ticucos”; el profesor Donal Mencía y su esposa, la maestra de preescolar Ana Celia Reyes —que además de anfitriones cariñosos y amigos solidarios son católicos devotos—, me cuentan cada día la extensa tradición de sus familias, las historias populares de Gracias y un poco de sus propias vidas.

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Me cuentan, por ejemplo, los días en que Gracias era un pueblecito endeble con calles polvorientas y casas solariegas; los años en que, siendo niños, la profe Ana Celia, el ahora presidente del país, Juan Orlando Hernández, y su hermana Hilda, jugaban con la dulce libertad que concede el ensueño de la infancia. Los años en que su padre, Gilberto Reyes, fue gobernador del departamento de Lempira y alto funcionario de la aduana con El Salvador; o la historia de su abuelita Enma, quien, después de su primer matrimonio, decidió nunca volver a casarse. Y no lo hizo.

Me cuentan también sobre la infancia del profesor Donal en el pueblo de Marale, Francisco Morazán, donde, debido a las labores del campo y el rigor de su padre, sólo pudo comenzar los estudios secundarios pasados ya los veinte años en el Instituto Polivalente Simón Bolívar, por el que tanto habían luchado en su pueblo; sus aventuras y carencias en Tegucigalpa a mediados de la década de 1980 cuando llegó a la capital para hacer su Bachillerato en Electricidad en el Instituto Técnico Honduras; y las accidentadas circunstancias que lo trajeron a Gracias y lo hicieron quedarse.

De aquellos hechos pasaron más de treinta años. Ahora, después de décadas de servicio en el Instituto Técnico Ramón Rosa, es un maestro jubilado —de las aulas, pero no de la vida—, y en estos días de julio celebra sus bodas de plata, sus veinticinco años de matrimonio con la profe Ana Celia, aún enamorados. La vida le ha regalado el amor de sus hijos (Enma, Donald, Emilio y Rubén) y de su familia política (Monchito, Elena, Juan, Beto y Paco); y como aquellos que alcanzan la sabiduría del silencio, lleva una vida lenta y apacible.

Su vieja estructura de casa señorial es propia de la arquitectura de la Colonia.

Su vieja estructura de casa señorial es propia de la arquitectura de la Colonia.

Al escuchar sus historias, observar su nostalgia por sus padres y sus seres queridos que fueron, y al recordar la situación que vivimos, no puedo evitar la evocación de “La familia o el olvido”, el estupendo poemario de Elena Salamanca sobre su vida familiar en el contexto de la guerra civil de El Salvador en el que, entre otras cosas, una madre recuerda al hijo que partió a la guerra, mientras prepara recetas con los ojos llorosos y espera una carta, un telegrama, una nota:

“El hijo se arremolinaba en el pecho de la madre como un gato lo hace en la bola de estambre. Años después, el hijo fue un gato salvaje, y el corazón de Lilian fue una bola de estambre. Rota. Una mañana, el hijo tomó las armas, se fue a Vietnam, se fue a Corea, se fue a la guerra. Y Lilian no supo dirección dónde enviar una carta. Una mañana, u otra, recibió un telegrama. Papel blanco, mecanografía impoluta, puntos. No decía ‘Te quiero, madre, nos vemos frente al capitolio u otro lugar sagrado’. Decía tres palabras. Repatriación. Himno. Bandera. Los aviones, pájaros tan terribles, llevaron el telegrama. Lilian dejó el papel, lavó platos, quebró la vajilla”.

Sé que “el símil de la guerra es poco creativo y no basta para contar la pandemia por el covid-19” —como ha escrito mi maestro Alfonso Armada—, y sé que la guerra y la pandemia son dos hechos distintos, cuando veo a los cientos de personas (madres, padres, hijos, hermanos) que cada día pierden a sus seres amados en medio del desaliento, la pobreza y el caos que se vive en Honduras por el virus, me es imposible no pensar en que de hecho la pandemia es quizá más terrible que la guerra, porque, como me dice la profe Ana Celia, “por lo menos en la guerra uno puede saber por qué pelea, quién es su enemigo y dónde está”. El virus, en cambio, es invisible, silencioso, inmisericorde, letal.

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En el momento en que escribo esta crónica, esta especie de diario para testimoniar las memorias del encierro por covid-19 para las generaciones venideras, Honduras registra cerca de 30,000 infectados y 1,000 muertos por el virus. El país enfrenta una sensación de incertidumbre y miedo, pero también de indefensión y rabia contra políticos mediocres que, como en el pasado, han hecho del dolor de Honduras un campo de divertimento y saqueo.

Nadie sabe bien qué pasará, qué debemos enfrentar una vez que la pandemia se haya ido, cómo será la vida después de la pandemia o qué lecciones aprenderemos del proceso. Pero quizá una pequeña reunión familiar alrededor de una mesa de comedor sea el comienzo de la unidad y la cooperación que necesitamos como país para acabar con el virus. Porque solamente allí, en la unidad y la cooperación, habita la esperanza de una nueva vida.