Crímenes

Grandes Crímenes: ¿Por qué?

Fue una muerte horrible y muchas personas siguen preguntándose: “¿Por qué?”
10.12.2016

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Hospital

Ana ingresó a la sala de emergencias del Hospital Escuela poco antes de las diez de la mañana de aquel día húmedo y frío; agonizaba, vomitaba sangre espesa y coagulada y había dejado de quejarse. En opinión del médico de guardia, había caído en coma. A las diez y cinco minutos estaba muerta.

“Esta mujer se suicidó” –dijo el médico.

“¿Por qué lo dice, doctor?” –le preguntó uno de los estudiantes de Medicina que hacía su pasantía en la sala.

“¿Sentís ese olor?”

Era un desagradable olor a ajo, mezclado con el olor de la sangre, de comida podrida y de heces frescas.

“No le entiendo, doctor”.

“El olor a ajo –dijo el médico–. Es el olor característico de las pastillas para curar frijoles”.

Afuera esperaba el marido, acompañado por una mujer joven que se notaba nerviosa y angustiada.

El marido era un hombre nervioso, delgado, no muy alto, de piel clara y buena presencia. Cuando un médico apareció frente a ellos, la mujer le dijo que ese era el doctor que había recibido a su esposo, y él dejó de morderse las uñas. La mujer se dirigió al doctor.

“Él es el esposo de la señora…” –le dijo.

“¿Cómo está ella, doctor?” –le preguntó él al médico, interrumpiendo a la mujer y dando un paso hacia adelante.

“¿Usted sabe qué fue lo que tomó su esposa, señor?” –le preguntó el doctor.

“No… no sé… Yo me fui al trabajo y recibí una llamada de que ella estaba mal…”

“Su esposa se suicidó, señor –dijo el médico, interrumpiéndolo–; tomó pastillas para curar frijoles… Una, tal vez dos, que le deshicieron el estómago y…”

No pudo seguir hablando. El hombre había dado un grito.

“Hay que avisarle a la Policía –dijo el doctor–. Vamos a trasladar a la señora a la morgue del hospital”.

Preguntas

“¿A qué hora vio a su esposa por última vez?”

El detective de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) hablaba despacio y con voz clara y penetrante.

“En la mañana –respondió el esposo–, a la hora del desayuno… a las cinco, cuando los niños se van a la escuela… yo me levanto a esa hora”.

“¿Notó algo raro en ella?”

“No le entiendo”.

“Que si notó algo raro en su conducta, si estaba triste, pensativa…”

“No, nada de eso; más bien se levantó enojada y no sé por qué… Últimamente siempre estaba de mal humor”.

“¿Peleaban mucho entre ustedes?”

“Lo normal en una pareja”.

“¿Por qué peleaban?”

“Por tonteras de ella, por la falta de dinero, porque me atrasaba en el pago del colegio de los niños, porque no había azúcar… Por esas cosas”.

“¿La golpeaba usted?”

“No; no era mujer que se dejara golpear… No, señor”.

“¿Por qué cree usted que se quitó la vida?”

“No tengo idea, señor; nunca se me pasó por la mente que ella pudiera hacer algo así…”

“¿Habían hablado en alguna ocasión de la posibilidad de separarse, de divorciarse?”

“Sí, muchas veces; casi siempre que los pleitos eran grandes, pero nos arreglábamos y todo estaba bien hasta que volvíamos a discutir”.

“¿Sabe usted cómo consiguió su esposa las pastillas para curar frijoles?”

“No, señor”.

Fiscal

Era esta una mujer atractiva, de baja estatura, pelo corto, delgada aunque con abundantes caderas y senos generosos. Sin embargo, toda su fuerza estaba en su mirada. Eran los suyos dos ojos fríos, aunque serenos, los que, más que mirar, escarbaban.

“Los hijos dicen que la señora se levantó temprano para hacerles el desayuno y despacharlos a la escuela, como todos los días –dijo, hablando con el detective de homicidios de la DNIC que se hacía cargo del caso–; dicen que quedó sola en la casa con el papá, que se iba al trabajo una hora después.

Este dice que él salió de su casa y que estaba en el trabajo cuando le avisaron que su esposa estaba mal. Dice que ella estaba de mal humor pero que él no le hizo caso y se fue. Trabaja en un hospital privado como enfermero o algo así. Fue una vecina quien lo llamó.

La vecina dice que ella llamó por teléfono a Ana a eso de las ocho de la mañana pero que no le contestó; que volvió a llamarla a las ocho y media y después a las nueve, siempre varias veces. Como no recibió respuesta, fue a tocar la puerta, pero nadie le contestó.

Pensó que Ana estaría dormida, pero cuando se iba a retirar escuchó un quejido, algo así como un estertor y como si alguien vomitaba y se quejaba… Golpeó la puerta con más fuerza y se decidió a entrar, solo para encontrar a su vecina tendida en el suelo de la cocina, con un vaso de plástico volcado a un lado, vomitando sangre… Dice que ella quiso decirle algo, que la miró aterrorizada y sufriendo por dolores fuertes en el estómago, el que se apretaba con ambas manos, pero que no pudo entenderle nada.

Allí decidió llamar al esposo. Este le dijo que llamara a la Cruz Roja o a los bomberos mientras él llegaba a la casa… Se encontraron en el hospital”.

La fiscal guardó silencio.

“De todos modos hay que hacerle la autopsia” –dijo, un momento después.

Hizo otra pausa, leyó algo en una libreta de notas y añadió:

“La vecina dice que es raro que Ana se haya suicidado, y las hermanas de Ana dicen lo mismo. Nunca nadie la escuchó hablar de suicidio y la vecina dice que era una buena madre que adoraba a sus hijos”.

Motivos

La fiscal continuó hablando.

“Entonces, ¿por qué se mató? ¿Desde cuándo decidió quitarse la vida? ¿Dejó alguna nota de suicidio?”

Nadie dijo nada.

“Vamos a esperar la autopsia” –dijo la fiscal.

“Tal vez estemos perdiendo el tiempo –dijo el detective–; está claro que se trata de un suicidio”.

“Sí –dijo la fiscal–, pero hasta que no estemos seguros, no vamos a dejar el caso…”

“¿Qué cree que podemos encontrar?”

“No sé… La mujer se mató, eso está claro, pero quienes la conocen dicen que ella jamás haría eso, que amaba la vida y adoraba a sus hijos, entonces, ¿por qué matarse? ¿Por qué?”.

Informe

El forense, un hombre maduro, llamó a la fiscal.

“Es un suicidio raro –le dijo–. Para empezar, tiene benzodiacepina en la sangre y en la orina, o sea, restos de diazepam, medicamento que tomó apenas unas horas antes de la muerte… ¿Por qué tomaría diazepam entre siete u ocho de la mañana? ¿Tenía ella prescripta esta droga?”

“No lo sabemos, doctor… Siga”.

“Creo que tomó al menos tres pastillas para curar frijoles…”

“Eso es demasiado”.

“Para aligerar la muerte, sí lo es”.

“Tenía café en el estómago y nada de alimentos”.

“¿Algo más, doctor?”

“Sí, algo que tal vez signifique algo”.

“¿Qué es?”

“Tiene quebrado un diente, el incisivo central inferior derecho, y es una quebradura reciente; además, tiene una lesión larga, de unas dos pulgadas, en la tráquea, partiendo desde la base de la lengua”.

“¿Pudieron causarla las pastillas para curar frijoles, doctor?”

“No, claro que no. Más bien parece que algo entró forzado en la garganta, algo con bordes afilados o rugosos…”

“No lo entiendo bien…”

“Tal vez un tubo o una manguera”.

La fiscal miró al detective por un segundo, y sus ojos echaron chispas.

“¿Qué más, doctor?”

“Nada más”.

“Doctor –dijo la fiscal, un instante después–, ¿es posible saber si esa mujer tomaba diazepam desde hace algún tiempo?”

“Sí, es posible saberlo –respondió el médico–, pero no hay rastros antiguos del medicamento, solo los que tomó esta mañana, más o menos unas dos horas antes de morir”.

“¿Cuánto tarda el medicamento en hacer efecto?”

“Es relativamente rápido, aunque si se toma en dosis altas, entre quince y veinte minutos”.

“¿Qué dosis cree usted que tomó esta mujer?”

“Creo que una dosis alta…”

“Ya”.

“¿Suficiente para adormecerla y dejarla indefensa?”

“Sí”.

“Pero el efecto desapareció dos horas después, cuando la vecina la encontró en la cocina, tomando un poco de agua tal vez, vomitando…”

“Es posible que la acción del phostoxin, quiero decir, el efecto de las pastillas para curar frijoles, la despertaron, con horribles dolores, por supuesto”.

“Y usted cree que tomó al menos tres pastillas de esas…”

“Al menos… El daño es horrible… y no resistió tres horas… Es lo que opino”.

“¿Puedo pedirle un favor?”

La fiscal respiraba por la boca, atacada por un repentino acceso de ansiedad.

“Sí, claro; si puedo hacerlo”.

“Retenga el cuerpo hasta que yo se lo diga”.

“Está bien”.

La fiscal miró a los detectives.

“Vamos a hacerle una visita a la casa de Ana”.

“¿Qué vamos a buscar?”

“Tres cosas: pastillas para la depresión, un pedazo de diente y una taza con restos de café. Llamen a inspecciones oculares”.

“¿Y el marido?”

“Reténganlo aquí hasta nueva orden. Digan que el cuerpo no le será entregado todavía… ¡Y no lo dejen solo ni un segundo! ¿Entendido?”

“¡Sí, señora!” –exclamó un detective, saludando marcialmente.

“Chistoso” –le dijo la fiscal.

Hizo una pausa y añadió, dirigiéndose a dos detectives más:

“Quiero que vayan al trabajo del marido y averigüen a qué hora llegó a trabajar hoy… y quiero que lo hagan ya”.

Guardó silencio, llamó a otro agente y le dijo algo al oído. Este respondió con un “Entendido” sonoro, se separó de ella, sacó su teléfono e hizo varias llamadas...

Cateo

Media hora después, un equipo de técnicos entraba a la casa de Ana. Eran las dos de la tarde.

“¿Qué debemos buscar?”

“Primero –dijo la fiscal–, restos de café, una taza usada para tomar café, y algo que huela a ajo… Y ustedes, pastillas para dormir, especialmente diazepam…”

El cateo duró poco. En una jarra de aluminio había café, helado, en dos tazas quedaban restos de café y en una paila de plástico había algo parecido a un líquido que olía a ajo. Era un olor fuerte y penetrante.

“Ahora –dijo la fiscal, con rostro sereno y ojos de fuego–, busquen un tubo o un pedazo de manguera; y quiero que encuentren el pedazo de diente”.

Este estaba sobre la cama, en medio de un charco de sangre apestosa.

La fiscal hizo una llamada. Había pasado una hora.

“¿Nada todavía?” –preguntó, contrariada.

“Deme media hora”.

Cuando colgó, su teléfono sonó de repente.

“Diga” –exclamó, contestando de inmediato: Esperó un momento y agregó: –¿Está seguro?”

“Seguro”.

“¿Ocho y quince minutos? Bien. Y, ¿cuál es su hora de entrada? ¿Siete de la mañana? Bien”.

Hubo un momento de silencio.

“¿De esta casa al trabajo del marido cuánto tiempo se hace en carro?”

“Quince minutos sin mucho tráfico; media hora o un poco más si se sale después de las siete desde esa zona”.

Un detective se acercó a la fiscal.

“No encontramos ni tubo ni manguera…”

La fiscal levantó una mano.

“Una cosa más –le dijo al detective con el que hablaba por teléfono–, averigüe si el esposo tiene algún casillero en el hospital”.

“¿Qué tengo que buscar?”

“Un tubo, un pedazo de manguera o un tubo para intubación endotraqueal… ¡Rápido!”

Cuando cortó la comunicación, ordenó:

“Lleven eso al laboratorio. Quiero resultados cuanto antes…”.

Llamada

Eran las cuatro de la tarde cuando la fiscal, de regreso en la morgue del Ministerio Público, recibió una llamada.

“Positivo, abogada –le dijo el detective al que le había hablado al oído–; tengo el video”.

“Excelente”.

En ese momento, dos detectives trajeron hasta ella al esposo de Ana, pálido y asustado.

“Señor –le dijo esta, mencionando su nombre despacio–, queda usted detenido por considerarlo responsable de la muerte de su esposa Ana… Tiene derecho a guardar silencio…”

El hombre estuvo a punto de desmayarse.

Juicio

“Señores jueces –dijo la fiscal, alzando la voz con acento demoledor–, esta fiscalía ha demostrado que se encontró restos de diazepam en el café que el acusado le sirvió a su esposa la mañana en que esta murió; también encontramos restos de phostoxin, el veneno llamado comúnmente llamada pastilla para curar frijoles, y en el casillero asignado al acusado en el hospital donde trabaja, encontramos un pedazo de manguera y un embudo con restos de phostoxin y sangre que resultó ser sangre de la señora Ana, esposa del acusado.

También encontramos el pedazo de diente que creemos que el acusado le quebró a su esposa cuando esta estaba adormecida por el diazepam y él manipulaba la manguera para introducirla en la garganta a fin de hacerla tragar las pastillas para curar frijoles que él mismo había deshecho en agua momentos antes”.

En la sala hubo un murmullo y muchas miradas de odio y de furia se dirigieron al acusado que, con la cabeza baja, estaba entre su abogado defensor y un perito.

“Presentamos a este honorable tribunal –agregó la fiscal– los resultados de las pruebas laboratoriales, el pedazo de manguera, el embudo, la taza con restos de café y diazepam, la jarra de aluminio con restos de café, la paila de plástico donde el acusado deshizo el veneno y un video de una casa donde se venden fertilizantes y herbicidas en el que se ve al acusado comprando cinco pastillas para curar frijoles… Por todo esto, pedimos a este tribunal la pena de cuarenta años de prisión para el acusado por parricidio…”

De pronto se hizo el silencio en la sala. El juez presidente dijo:

“Póngase de pie el acusado”.

Este se puso de pie.

“¿Cómo se declara el acusado?”

El silencio fue absoluto. El hombre estaba con la cabeza baja.

“Culpable, señor juez” –dijo, llorando.

Pregunta

“¿Supieron por qué lo hizo?”

La fiscal se arregla un mechón de pelo detrás de su oreja derecha, levanta la cabeza y dice:

“¿Por qué? No sabemos. Nunca dijo por qué lo hizo, aunque la DNIC averiguó que ella lo estaba dejando… Lo condenaron a veintidós años”.

“¿Veintidós? Usted pidió cuarenta”

“Colaboró en el juicio y los jueces fueron benévolos… Saldrá en libertad de sesenta y dos años”.

La fiscal hizo otra pausa, tomó café, se limpió la boca y dijo:

“Nunca dijo por qué lo hizo… Tal vez a usted se lo diga”.