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El ángel de la justicia

Cuando un juez es injusto se convierte en verdugo, y amenaza a toda la sociedad. Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres. “Se le acusa de haber asesinado a José Ruiz…” “¡Yo no maté a nadie!”

08.08.2015

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

TOÑO. No es que Toño era retrasado mental y tampoco es que fuera tonto. La verdad es que era un hombre sencillo, humilde y apartado al que muchos en la aldea consideraban raro. Pero Toño era igual a su padre, un campesino que nunca se metió con nadie, que trabajó la tierra para sostener a su familia, que se enfrentó a las adversidades confiando en Dios y que recibió las bendiciones con humildad y sincero agradecimiento. Y su hijo iba por el mismo camino, hasta que lo alcanzó la tragedia, y una tragedia que lo llevaría a la cárcel, donde los años lo llenarían de arrugas y de canas, aislándolo del mundo para siempre.

“Se le acusa de haber asesinado a José Ruiz…”

“¡Yo no maté a nadie!”

Era la primera vez que alguien escuchaba la voz de Toño tan claramente, y los que lo conocían como retraído y huraño se asombraron. Lo más grave de esto es que toda la aldea empezó a dudar de él y comenzaron a verlo con recelo y hasta con cierta repugnancia.

MUERTE. A José Ruiz lo encontraron muerto en la línea divisoria entre los departamentos de Colón y Olancho, a pocos kilómetros de la aldea donde vivía Toño. El lugar donde lo hallaron era un camino real por el que pasaban los resineros, los hombres que “ordeñan” los pinos para sacarles la resina, y la escena del crimen era realmente grotesca.
José estaba tirado boca arriba a una orilla del camino, tenía varios machetazos en la parte de atrás de la cabeza, dos en la espalda, un brazo casi cercenado desde el hombro y un balazo en el pecho y otro en la cara. El que lo atacó deseaba verlo “bien muerto”. Según el forense, los disparos se los hicieron después de muerto. Y, además, lo habían atacado por la espalda.

“¿Quién pudo odiar tanto a este hombre para matarlo de esta forma?” –se preguntó el juez de paz.
“Es un crimen horrible” –dijo el sargento de la Policía.

“Tenemos que hallar al culpable” –dijo un agente de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC.

“Pues, no tienen que buscar mucho –dijo alguien, desde atrás del grupo de curiosos–. Yo sé quién tenía problemas con el difunto.
Todos los ojos se volvieron hacia el que había hablado. Se llamaba Manuel.

MANUEL. Era un hombre sencillo y que vestía pobremente, pero en cuyo rostro brillaban dos ojos como dos brasas y cuya lengua no se detenía nunca cuando empezaba a hablar. El juez lo miró, el detective se acercó a él y los curiosos se separaron para que él pasara, como si Moisés los hubiera tocado con la vara con la que partió al Mar Rojo.

“Yo sé quién tenía problemas con el muerto” –repitió Manuel, avanzando con la frente en alto.

“¿Quién? –le preguntó el sargento, mirándolo directamente–. Mirá que yo te conozco y sé que vos a veces hablás de más… Y bien sabés que no tenés que mentirle a la Justicia…”

“Entonces, mejor me callo, mi sargento… Yo no quiero líos con ‘náiden’…”

“Ahora vas a hablar, rejodido… ¿Es que te ‘afigurás’ que la ‘actoridá’ es changoneta? Decí… ¿Quién tenía problemas con el difunto?”

“Toño, el hijo de don Cirilo…”

“¿Toño?”

“Por esta, mire, mi sargento”.
Manuel cruzó el índice derecho sobre el pulgar, formando una cruz, se lo llevó a los labios, lo besó, y soltó aquella frase.

“¿Cómo sabés vos eso?”

“Porque yo lo sé, mi sargento…”

“Pero Toño no se mete con ‘náiden’”.
“Eso es lo que usted cree, mi sargento… Desde mucho hace que se enemistaron y a mí se ‘miace’ que Toño sabe algo de esta muerte”.

CAPTURA. Estaba Toño asegurando unos postes del cerco de su casa, en las afueras de la aldea, cuando vio avanzar por la calle dos patrullas llenas de policías. En una de ellas, de pie, iba el sargento. A su lado el juez de paz.

“Toño, queremos hablar con vos”.
“Dígame, sargento”.

“¿Por qué mataste a Manuel…”
Toño miró al sargento, no contestó y, antes de que se metiera a la casa, dos detectives de la DNIC le pusieron las esposas, asegurándole las manos hacia atrás.

“Yo no maté a nadie… Yo no maté a ese hombre que dicen…”
Al día siguiente, Toño estaba en el presidio y, como era su naturaleza, se aisló de sus compañeros.

“Uñas escondidas es que es este” –decía uno.

“Mosca muerta” –decía otro.

“Tira la piedra y esconde la mano” –comentaba un tercero.
“Dicen que mató a un enemigo por la espalda…”

“Lo agarró a machetazos y después le metió dos tiros”.

“Cuidado con ese…, es traicionero”.

“Si se me acerca a mí con malas intenciones lo clavo con este chuzo…”
Por supuesto, Toño, convertido de pronto en un hombre peligroso, no escuchaba esos comentarios. A él lo que le importaba era salir de allí.

EL PADRE. ¿Qué podía hacer don Cirilo para ayudarle a su hijo? Realmente, nada; o casi nada.
“Mi hijo es inocente de esa muerte, señor juez”.
“Así dicen todos… Pero la Justicia tiene un testigo… Toño tenía motivos para matar al occiso”.
“Pero, si ni lo conocía…”
“¿No lo conocía? ¡Ajá! Y, entonces, ¿por qué tenemos un testigo que dice que tu hijo y el muerto tenían ‘diferiencias’, que se odiaban y que no se podían ni ver? ¡Ajá! No, Cirilo; no vengás aquí a tratar de defender a tu hijo… Dejá que se haga justicia…”
Don Cirilo tenía solo dos camisas, sus botas de hule ya estaban rotas, su sombrero estaba deshilachado y en su casa se comía el ‘máiz” y los frijoles que sembraba en una parcelita cerca del río… Y, cuando no había qué comer, pues solo se llenaban el estómago con esperanzas. A su lado, la madre de Toño, una mujer sencilla, sin dientes, con dos largas trenzas llenas de canas, más por el sufrimiento que por la vejez, y dos hijas no muy agraciadas que, aunque estaban en edad de merecer, todavía no encontraban quién, y más bien se estaban preparando para vestir santos. Así era la pobreza de don Cirilo. Y sus lágrimas fueron dolorosas cuando le dijeron en el juzgado que buscara un abogado si quería defender a su hijo, un buen abogado, porque el crimen que había cometido era horrible y había un testigo que había visto cómo mató a su enemigo…
“Mire, señor –le dijo el asistente del fiscal, un aristócrata del Derecho, representante dignísimo del Estado, un funcionario capaz de acusar a Jesucristo sin la menor compasión–, si usted quiere ayudarle a su hijo, mejor dígale que confiese, que entregue la pistola y el machete con los que mató a la víctima y que se resigne a pagar su crimen… Así no nos va a hacer perder el tiempo”.
“Yo no lo maté, papa –le dijo Toño a don Cirilo–, si usted sabe que toda esa noche estuve en la casa y que me acosté temprano para madrugar a la milpa…”

“¡Ay!, mijo”.
Las lágrimas saltaron del pecho del hombre. Cuando regresó a su casa, era más viejo, mucho más viejo.

TIEMPO. Los días y las noches eran una eternidad para Toño. Estaba flaco, dejó de estar triste y en su rostro había la dureza de la piedra. Además, en sus ojos había ira, ira mal contenida. Y ahora era mucho más temible. Aún así, Toño lloraba en las noches, al amparo de la oscuridad. Ya sus padres no lo visitaban. Estaban demasiado cansados y viejos para hacer el viaje hasta Juticalpa. Además, eran pobres, mucho más pobres desde que él estaba preso. Y Toño se sentía mucho más solo, sin embargo, una mañana cálida alguien dijo su nombre a grito partido.
“¡Hey, Toño! ¡Te buscan!”
El que le hablaba era un policía penitenciario.
Sin decir palabra, Toño se acercó.
“Vení”.
Toño lo siguió.

ABOGADO. Era un muchacho. Alto, delgado, peludo, de cara flaca y ojos brillantes. Estaba sentado en una banca de madera, y se puso de pie cuando el policía se le acercó y le presentó a Toño.
“Me llamo Carlos –le dijo, dándole la mano–, y trabajo con la Defensa Pública… Estoy haciendo mi práctica antes de graduarme en la Universidad y me asignaron su caso”.
¿Qué sabía Toño qué era Universidad, graduarse y asignaron?
“Yo lo voy a defender –le dijo el abogado.
Eso sí lo entendió Toño.
El muchacho llevaba en las manos el expediente de Toño.
“Asesinato” –decía en la carpeta.
“Mire, abogado –le dijo, entonces, un guardia–, ese es un caso perdido… A Toño lo van a condenar a treinta años, así dijo el fiscal… Mató a un enemigo por la espalda y eso es grave… Ni siquiera le dio tiempo a defenderse…”

“Sí –dijo el abogado–. Así dice en el expediente. Gracias por su ayuda”.

CASO. Dos semanas enteras ocupó el abogado para empaparse bien del caso. Visitó la aldea, fue a la escena del crimen, habló con el juez de Paz, con el sargento, con los vecinos, con los padres y con Manuel. Todo acusaba a Toño, menos las lágrimas y el sufrimiento de sus padres.
“¿Dónde está enterrado el hombre?” –preguntó.

“Aquí, en el cementerio de la aldea…”
“¿Quiénes lo enterraron? Hago esta pregunta porque no he encontrado familiares de la víctima”.

“Es que José era fuereño…”

“Bien…”

JUTICALPA. “Señor juez –dijo el abogado–, solicito la exhumación del cuerpo del señor José Ruiz…”
“¿Para qué, abogado? Eso no tiene sentido”.
El que hizo esta pregunta fue el fiscal del Ministerio Público.
“Solicito la exhumación del cuerpo, señor juez… Y hago la solicitud en legal y debida forma…”
El juez, después de cerrar la boca, luego de disfrutar un semejante bostezo, aceptó.

EXHUMACIÓN. El día de la exhumación del cadáver de José Ruiz fue un día húmedo, cargado de brisa y de viento. Toda la aldea llegó al cementerio, menos los padres del asesino.
“Solo a los hijos del diablo se les ocurre desenterrar a los muertos” –dijo un anciano, que estaba en primera fila, viendo a los funcionarios de Medicina Forense, vestidos de blanco, con gorros y mascarillas, hacer su trabajo.
Había pasado mucho tiempo y la tierra se había endurecido. Dos horas tardaron las palas en tocar la tapa del ataúd. Dos hombres lo levantaron, dos más ayudaron desde arriba y, extrañamente, uno de ellos, dijo:
“No pesa nada este muerto”.
“Ya ha de estar en los puros huesos” –le respondió su compañero.
“Entonces para nada sirve la exhumación… Y venir hasta aquí con el montón de trabajo que tenemos…”
Cuando sacaron el ataúd de la fosa, el fiscal, el juez ejecutor, un oficial de Policía y el abogado defensor, se acercaron a él. El forense dio orden de que lo abrieran. Todos tenían pañuelos en la nariz. Pero, cuando la tapa se abrió, todos los pañuelos desaparecieron y un grito salió al mismo tiempo de todas las gargantas. El ataúd estaba vacío. Bueno, no tan vacío. En el fondo, cerca de la cabecera, estaba una nota manuscrita.
“Señor juez, quiero que se levante acta de todo esto –dijo el abogado de Toño–. Que se escriba cada detalle…”
“Así se hará, abogado”.
La sorpresa era mayúscula. La nota salió del ataúd de la mano enguantada de uno de los ayudantes del forense y la tomó el juez ejecutor. La desdobló y la leyó, primero en silencio, luego, en voz alta.

“¡Ja, ja, ja! ¡Qué ciega es la Justicia! Tienen preso a un inocente…”

¿Qué era todo aquello? ¿Qué significaban esas palabras? ¿Dónde estaba el cadáver de José Ruiz? ¿Quién había escrito esa nota?
¿Cómo llegó hasta el ataúd?
Diez testigos juraron que esa era la tumba en la que enterraron al fuereño. El juez de Paz no podía equivocarse y, además, allí estaba la cruz de madera, algo podrida, con el nombre del muerto: José Ruiz…
“Este caso es el más extraño al que he asistido –dijo el asistente del fiscal–, pero a mí nadie me engaña… Alguien –y miró directa y acusadoramente al abogado defensor–, vino aquí, desenterró el ataúd, sacó el cadáver, o lo que quedaba del cuerpo, y puso esa nota para engañar a la Justicia y liberar a un asesino…”
“¿Ya vio la nota, abogado? –preguntó el defensor.
“Sí, ¿por qué?”
“¿Qué tan reciente le parece?”
El fiscal no dijo nada.
“¿Vio la letra?”
Era la letra de alguien que escribía más con ignorancia que con dificultad.
“Pido, señor juez –dijo el abogado defensor–, que se someta esa nota al perito calígrafo y que se calcule su antigüedad; además, que se haga constar en el acta de la exhumación las condiciones físicas del terreno de la fosa y que se especifique si la tierra había sido removida recientemente o no… Además, quiero que se detenga por falso testimonio al acusador de mi defendido, que sea interrogado de nuevo y que se le someta a un peritaje caligráfico…”
Cuando buscaron a Manuel, este había desaparecido. Lo detuvieron en la entrada a Juticalpa.
“Miren, yo no vi nada de la muerte de Manuel…, es que Toño me caía mal y por eso dije que él y el muerto tenían problemas… pero a mí me dijeron que dijera que había visto que él lo había matado, y yo dije eso porque si no me echaban el muerto a mí…”
“¿Quién te dijo que declararas eso?”
“¡Ay!, me da miedo…”
“¿Quién puso la nota, la hoja de papel en el ataúd?”
“Yo”.
“¿Y el cuerpo?”
“Es que se lo llevaron para Tegus, pero el juez de Paz había comprado un ataúd y lo llevaron a la Casa Comunal, allí iban a meter el cuerpo, pero ya era bien noche y yo metí varias piedras porque nadie se acordaba que se habían llevado al difunto… Solo yo estaba en la Casa Comunal… Sin velarlo lo llevamos en la mañana al panteón y yo regresé en la noche, lo desenterré, saqué las piedras y dejé ese papel… Hace más de año…”
Por supuesto, nadie aplaudió al abogado defensor, pero Toño lo recuerda con agradecimiento sincero y sus padres lo bendicen cada día. Ese abogado fue un ángel de Dios, un ángel de la Justicia.

FINAL. Un día después, el juez dejó en libertad a Toño, y dijo: “Si hice mal confiando en un testigo falso le pido perdón a Toño y le pido perdón a la sociedad y a Dios…”
Lástima que no todos los jueces son como este…