Siempre

El árbol del sendero

Jorge Luis Borges: Los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios.

28.12.2020

SAN PEDRO SULA, HONDURAS-. Tuve un sueño hace muchos años, que a pesar de la tenacidad del tiempo y del olvido aún conservo fresco en la memoria. Me miré caminando por un valle desolado, al final del cual, el sendero se bifurcaba hacia unas montañas y hacia unos prados donde había un manantial que, en vez de río, se me antojaba un lago o una laguna por la casi imperceptible corriente y la mansedumbre del agua. Y justo ahí, donde el camino se escindía, vi un árbol enorme, una especie de ceibo gigante que abundaba en ramas que parecían rozar el cielo.

Recuerdo que el viento avasallador bramaba entre los abrojos, aullaba como ese fuego que arde con rabia en los maderos y, aunque atemperaba su ímpetu al llegar al árbol, las hojas de este, ya secas, anaranjadas y amarillentas, caían. Mas, similares a los juncos que el Dante encontrara en el valle de entrada a la montaña del Purgatorio, en el árbol al instante brotaban, en el lugar de las que caían, otras hojas que llenaban de un verde nuevo las ramas. Así, nacimiento y muerte recreaban para mis ojos un espectáculo iridiscente y continuo como un encender y apagar de pequeñas luces en aquella corteza blanquecina y milenaria.

Observé la base del tronco y me percaté de que entre los grumos de tierra negra y las raíces que brotaban como pequeñas colinas había dos tablas de piedra grabadas con caracteres hebreos. Sí, pensé en las tablas del Decálogo, en las tablas de la ley mosaica, pensé en la escritura y la oralidad, extremos y junturas de una condición material a la cual el ser recurre para su manifestación. Las sentí inmarcesibles e insondables en edades, como eones esculpidos en piedra.

Me aproximé con el propósito de indagar con mayor minuciosidad los signos, pero desperté y, lleno de estupor, me di cuenta de que habían desaparecido el valle, las montañas y el sendero. Me hallaba a los pies de un abismo. Noté que el viento ya no aullaba con rabia; gemía mientras subía con la niebla y, como el murmullo de un venero de aguas imposibles que intentan regresar a su fuente, traía voces que parecían venir de cada vez más profundos ayeres.

De nuevo vi el árbol en una lengua de tierra vacía. Semejante a una catedral de madera, desafiaba el precipicio o quizá hundía sus raíces en él, en las copas de sus ramas como una diadema resplandecía el sol, más allá, se esparcía la noche y, en un corte simétrico, se separaba del día. Claridad y oscuridad se oponían como los escaques de un tablero de ajedrez o como las baldosas sagradas del Sancta Sanctorum del templo de la sabiduría. Luz y tinieblas, donde una brilla la otra es más espesa. Intenté de nuevo llegar a él sin que me importara el peligro de la delgada cuchilla de tierra que nos separaba. Abrí los ojos para no dar un paso en falso y caer en la hondonada y vi el cielo falso, las ventanas y las cuatro paredes blancas de mi cuarto.

Comprendí que había tenido dos sueños en planos continuos y sucesivos. Volví a cerrar los ojos para hacer un ejercicio retrospectivo y volver a las escenas, mas todo fue inútil: el sueño se había desvanecido. Me quedé inmóvil, recordando la ley de las analogías en el libro del arte hermético: recordé el árbol sefirótico de la cábala, fiel representación del Adán Kadmon o el hombre primigenio, el keter bináa, padre madre, el logos, la palabra y las cuatro letras del nombre de Dios, IOD HE VAU HE, de donde procede por etimología la palabra Jehová. Recordé el árbol de Navidad y su simbología, la estrella en la cúspide como signo del Ain Soph o Aelohim no manifestado y, en las raíces, el pesebre donde nace el segundo logos, el mesías, el Cristo, ese tiferet de los místicos con su extraña mezcla de lo divino y lo humano, el Hijo del Hombre. Dios es unidad múltiple perfecta. Creo que en esa paradoja hay un pequeño fragmento de su misterio.

Tiempo después visité en su taller a mi amigo, el maestro de la pintura Allan Caicedo, y le relaté mi experiencia onírica. Hablamos de gnosticismo, de la cultura hermética y del sincretismo. Dios como padre madre está representado en la cosmogonía de muchos pueblos: es Osiris y la diosa Isis del antiguo Egipto, es el dios Enki posteriormente llamado Ea por los antiguos pueblos mesopotámicos y figura en el poema épico de Gilgamesh, donde avisa al sabio Utnapishtim – el Noé bíblico- sobre el inminente diluvio universal, es Brahma y su desdoblamiento en Shiva y su esposa Parvati en la trimurti hindú, es el Teos Chaos en la teogonía del poeta Hesíodo y, en el panteón maya es Itzamná y su consorte, la diosa Ixchel.

Mi amigo pintó un cuadro alusivo a un fragmento del sueño y muy generosamente me lo obsequió.
Yo dije: ya está la pintura; sólo falta el poema. Con ese afán he pergeñado algunos versos, mas los he desechado por obvios e indignos. Parece una constante que todo el que intenta escribir poesía lo persigue el terror de parecer ingenuo.

Ha pasado ya mucho tiempo y la poesía es siempre ese horizonte lejano. Creo que tengo que aceptar, no sin tristeza, que mi talento no ha estado a la altura de mi sueño.

Perfil del autor

Marco Antonio Madrid es licenciado en Letras con especialidad en Literatura por la UNAH. Se ha desempeñado como profesor de Filosofía y Letras en distintas universidades de Honduras. Actualmente es docente de semiótica y literatura del Departamento de Letras de la UNAH-VS. Ha publicado los libros de poesía “La blanca hierba de la noche” (2000), “La secreta voz de las aguas” (2010) y “Palabras de acerada proa” (2018).

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