Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El carnicero Ramsés

Comisionado Romero: Los delincuentes tarde o temprano caen
12.07.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

El ingeniero Carlos lo secuestraron una mañana, luego de salir de su casa en la colonia Viera, de Tegucigalpa. Dos carros le cerraron el paso cerca del barrio El Guanacaste, y varios hombres se lo llevaron a la fuerza. Dos horas después, los secuestradores se comunicaron con la familia. Exigían un millón de lempiras de rescate, o lo matarían. La familia, desesperada, se aconsejó con la Policía y, al fin, decidieron pagar. Sin embargo, pasaron los días y el ingeniero no apareció.

“Tenemos pistas –dijo un oficial antisecuestros–, sabemos de la zona en que salieron algunas llamadas a la familia de la víctima, y tenemos personal trabajando. Tal vez localicemos la casa antes de mañana”.

El trabajo fue productivo.

A eso de las dos de la tarde del día siguiente, un informante le dijo a los agentes que en cierta casa de la colonia Venezuela de Comayagüela había algo sospechoso. Era algo raro, aunque parecía normal, pero que a ciertas personas, o sea a ciertos vecinos, los hacía sospechar.

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En esa casa vivía Ramsés, un hombre de baja estatura, serio, que no se reía nunca con nadie, y que hablaba poco. Estaba casado con Lucía, una mujer guapa, que se maquillaba demasiado, como para mantener enamorado siempre a su marido, y tenían dos hijos. Era trabajador. Casi siempre llegaba de madrugada a la casa porque iba al rastro cada noche a comprar carne de res para vender en su carnicería. Y, mientras él estaba en la calle, la esposa atendía el negocio. Además, por el trabajo que hacía, Ramsés siempre estaba manchado de sangre de vaca.

“Pero eso me parece raro –les dijo el informante a los policías–, y, a veces, se ve que como que corta carne a altas horas de la noche… Y, se supone, que los carniceros cortan la carne que van a vender, según el cliente…”.

Aunque los policías estaban dudosos de lo que les decía el informante, decidieron investigar. Organizaron un equipo, y llegaron a la casa, bajo la dirección de un fiscal. Pero era demasiado tarde. La casa estaba vacía. Nadie sabía para dónde se habían ido Ramsés y su familia. Es más, ahora la casa tenía otro dueño, y este le permitió a la Policía que entraran a investigar. No encontraron nada.

La abogada

Tres semanas después, la Policía recibió la denuncia de que acababan de secuestrar a una muchacha, una mujer de veinticinco años, abogada de profesión y miembro de una familia adinerada.

“Nos llamaron para pedir rescate –les dijeron los padres a los agentes–; pidieron dos millones de lempiras, y dijeron que si no respondemos antes de la noche, le van a cortar un dedo pulgar a mi hija”.

“¿Qué ha pensado hacer?”.

“Pagar”.

“¿Ya recibió instrucciones?”.

“Todavía no”.

A las seis de la tarde los secuestradores llamaron.

Les dijeron a los padres de la muchacha que sabían que la Policía estaba de por medio, y que si querían volver a ver con vida a su hija, los sacaran de la casa. Que debían depositar dos millones de lempiras en tal y tal lugar, cerca del Estadio Nacional, y que al día siguiente su hija estaría de regreso, sana y salva.

Los padres pagaron. Sin embargo, los técnicos antisecuestros localizaron el sitio de donde salió la llamada. Venía de un sector populoso de la colonia Cerro Grande, en la salida a Olancho.

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Fue en ese momento en que se recibió una llamada anónima al teléfono de emergencias.

“Mire –decía un hombre que trataba de disimular su voz–, aquí, cerca de mi casa, en la colonia Cerro Grande, sector tal, parece que hay un grupo de delincuentes que tienen secuestrada a una persona. La estaban golpeando y oí que hacían una llamada…”.

“¿Puede darnos la dirección?”.

El hombre habló un poco más, y los policías se prepararon para asaltar la casa. Se formó un equipo de Cobras, DNIC, antisecuestros y policías de investigación, siempre al mando de un fiscal del Ministerio Público.

Cuando llegaron a la casa, la rodearon, y ordenaron a los que estaban adentro que se entregaran. En ese momento empezó un tiroteo que estremeció la colonia. Del interior de la casa llovían las balas de AK-47 y de pistolas de 9 milímetros. Los policías respondieron al fuego y, pronto, empezaron a escucharse maldiciones, insultos y gritos de dolor en la casa. Uno a uno, los delincuentes empezaban a caer, heridos o muertos, pero nadie se rendía.

Media hora después, cuando la resistencia por parte de los secuestradores bajó en intensidad, los Cobras entraron a la casa, disparando en todas direcciones. Los heridos que trataron de disparar, a pesar de estar desangrándose en el suelo o sobre los muebles que habían usado como barricada, murieron bajo las ráfagas de los policías.

Cuando el fuego se apagó, dos policías encontraron en un cuarto, tirada en el suelo, a la abogada, temblando de miedo.

“Aquí hay uno vivo” –dijo, de pronto un oficial.

“Llamen a la ambulancia”.

“Hay que llevarlo al Hospital Escuela”.

Era un hombre y estaba bañado en sangre. Agonizaba y hablaba incoherencias. Tenía en sus manos un fusil AK-47, con el cargador vacío, y una pistola de 9 milímetros estaba cerca de él, vacía también.

Lo levantaron los paramédicos, y lo subieron a la ambulancia. En el camino le limpiaron el rostro y los policías le tomaron una foto. Pronto les llegó una información que los dejó con la boca abierta. Se llamaba Ramsés.

Llamaron al informante de la colonia Venezuela. El reconoció la fotografía. Era el carnicero Ramsés.

Cuando identificaron a los otros muertos, uno de ellos era uno de los hijos de Ramsés, dos eran sus primos, otro era un sobrino, y dos más eran sus parientes cercanos. Se trataba, pues, de una banda familiar de secuestradores.

Pero, había que hacer algo más, ¿dónde estaba la esposa de Ramsés?

“No hay que preocuparse mucho por eso –les dijo un oficial a los agentes–, apenas sepa la noticia de que su hijo y su esposo están muertos, la mujer va a aparecer por la morgue, y así la seguimos… No será difícil”.

Así fue.

Después del entierro, llegaron a la casa de la esposa de Ramsés. Una colonia de clase media en la carretera a la aldea El Tablón.

“Ahora sabemos a qué se dedicaba su esposo, señora” –le dijo un oficial.

“Ah, sí. Y eso, ¿de qué les sirve? Mi marido ya está muerto. Ya nada le pueden hacer”.

“Pero queda usted, señora, que es cómplice de sus delitos”.

“Eso no lo pueden probar”.

“Ya veremos”.

La mujer sonrió, con una de esas sonrisas de suficiencia, de soberbia, y eso molestó a los policías.

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La casa

“Vamos a la colonia Venezuela –dijo un oficial antisecuestros–; es posible que encontremos algo allí que nos ayude a ponerle las manos encima a la esposa. Esa mujer sabe bien lo que hacía su esposo, y ella es cómplice, por lo que no debe quedar sin castigo…”.

Dijo esto y, a la mañana siguiente, llegaron los policías a la antigua casa de Ramsés, el carnicero, en la colonia Venezuela. El nuevo dueño no se opuso a la solicitud del fiscal. Es más, les dijo que él había comprado la casa a precio de gallo muerto, y que aprovechó la oportunidad, aunque le pareció extraño que Ramsés la vendiera tan barata y con tanta prisa. La pagó, y al día siguiente, Ramsés y su familia desaparecieron.

Pero, ahora la Policía estaba allí, acompañada con perros amaestrados en buscar desaparecidos. Aunque no esperaban encontrar nada, el oficial antisecuestros tenía una corazonada. Entre tanta sangre de vaca era muy posible que pudieran disimular sangre humana, y él estaba buscando al ingeniero, que no aparecía todavía, a pesar de que se había pagado su rescate, y que había pasado mucho tiempo desde su desaparición.

“Para mí que este hombre está muerto –les había dicho a sus compañeros–; y debe estar enterrado en un lugar cómodo para los secuestradores… un lugar que conocen bien y en el que saben que el cuerpo podría estar seguro por años…”.

Los perros, a pesar de la sangre de vaca que había en la carnicería, encontraron algo en el patio. Los técnicos de inspecciones oculares empezaron a escarbar. No tardaron mucho en encontrarse con un olor nauseabundo.

“Aquí hay algo” –dijo uno.

“Algo no –replicó el oficial–; alguien”.

Así era.

Allí estaba enterrado, bajo una capa de cal viva, el cuerpo de un hombre que vestía pantalón de azulón y camisa a cuadros, calzaba zapatos burros y llevaba un reloj de correa negra en una muñeca. Era el ingeniero. El hombre al que secuestraron una mañana cerca del barrio El Guanacaste. Los familiares no tardaron en reconocerlo. Lo habían matado de un disparo en la frente, después de torturarlo. Y, todo eso, a pesar de que la familia había pagado el rescate de un millón de lempiras.

“Vamos por la mujer” –dijo el oficial antisecuestros.

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Ella

Los recibió con la frente en alto. Parecía que su luto estaba lejos de ella.

“¿Y ahora a qué vienen?” –les preguntó, con altanería.

“A traerla, señora –le respondió el policía–; tenemos una orden de captura contra usted”.

La mujer dejó de sonreír.

“Encontramos el cadáver del ingeniero en su vieja casa de la colonia Venezuela –siguió diciendo el oficial–, y ahora sabemos que usted era cómplice de su marido en esos crímenes. Tiene derecho a un abogado. Tiene derecho a guardar silencio… Todo lo que diga puede y será usado en su contra en un juicio…”.

La mujer se derrumbó.

Hoy, vive en la Penitenciaría Nacional de Mujeres, en Támara. Ha envejecido y sonríe poco. Su imperio de crimen se derrumbó con la muerte de su esposo y de su hijo, pero, según parece, lo peor que le pasó fue perder su propia libertad. Aunque es una interna modelo, no saldrá en libertad hasta dentro de muchos, muchos años, tal vez cuando ya la vida no tenga sentido… Su hija, lo único que le queda en el mundo, es la única que la visita en la cárcel… y le sirve de consuelo…

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