Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Alta es la noche…

Este relato narra casos reales. Se han cambiado algunos nombres
22.02.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-La mujer, envejecida prematuramente a causa del sufrimiento, se limpia las lágrimas con un pañuelo viejo, y mira al suelo con ojos eternamente tristes. Luego, dice, reteniendo un suspiro:

“Mi hijo quería ser policía; desde pequeñito tenía esa ilusión. Siempre que jugaba con sus amigos, él era de los buenos… Pero ahora está muerto… Me lo mataron los delincuentes, y ya ni Dios puede consolarme… Esto es como estar muerto en vida”.

Carlos murió mientras participaba en un operativo contra una banda de asaltantes en la colonia San Miguel de Tegucigalpa; sus compañeros rodearon la casa y él entró por el portón que acababan de derrumbar. No disparó un solo tiro. Del interior de la casa salieron varios disparos. Uno le dio en la frente al policía, que acababa de cumplir veintidós años.

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“Hasta allí llegaron sus sueños –agrega su madre–; en enero se iba a presentar a la Academia, para hacerse oficial. Pero, ya nunca más…”.

Se cortaron sus palabras, y las lágrimas brotaron abundantes sobre sus mejillas.

“Perder a un hijo es lo peor que le puede pasar a una madre –dice, después de unos segundos de dolorosa agonía–. Dicen que el que lo mató está en la cárcel. A mí no me importa. Esté vivo o muerto, libre o preso, en nada me ayuda a soportar este dolor… Pero le pido a Dios que no lo perdone…”.

Hace rechinar con furia sus prótesis dentales, y brilla el odio en sus ojos. Tiene solo cuarenta años, pero aparenta muchos más. El dolor la consume día a día.

“Era mi único hijo varón –murmura–, y yo lo amaba con toda mi alma; pero me lo mataron. Dicen que murió en el cumplimiento del deber, pero eso solo son palabras vacías… Lo extraño cada segundo del día”.

Número

¿Cuántos policías han muerto enfrentando a la delincuencia? ¿Cuántos han caído en el cumplimiento del deber, como se dice demagógicamente? ¿Cuántos huérfanos crecen sin la sombra protectora del padre? ¿Cuántas viudas lloran desamparadas? ¿Cuántas madres limpian sus lágrimas ante la muerte de sus hijos? ¿Cuántos policías más entregarán sus vidas en nombre de la seguridad y la paz social de los hondureños?

“Ver caer a un policía es doloroso –dice un general–; y duele porque están en las calles combatiendo a los que les hacen daño a los hondureños. Ir al velorio y al entierro de un policía desgarra el alma porque allí, en el ataúd, está un hombre o una mujer que juraron proteger a la ciudadanía, y mueren a manos de criminales que deberían estar en la cárcel o en el cementerio. Por desgracia, así es esta profesión. Uno conoce los riesgos y los asume por vocación, porque un día decidimos servir y proteger a la población”.

Frente a nosotros está el ataúd de un oficial, un subinspector que tenía muchos sueños y que deseaba llegar lejos en la Policía. Murió cuando veinte comandos de la MS liberaron a uno de sus líderes más sanguinarios en el juzgado de El Progreso, Yoro.

Tiene los ojos cerrados para siempre; aunque hay color en sus mejillas, la muerte le ha dado una palidez fría que estremece el alma. Sus brazos cruzados sobre el pecho, vestido con su uniforme, durmiendo para siempre, rotos sus sueños, acabadas sus aspiraciones… dejando atrás dolor que no ha de sanarse nunca. Y solo dos días antes, la mujer que amaba le llevó una sorpresa en ocasión del Día de San Valentín… Y él fue feliz. Sin embargo, la Muerte, fría y despiadada, le seguía los pasos.

Misión

El agente de Inteligencia de la Policía Nacional, con un extraño sonido en su garganta, me dice:

“Mi subinspector no era parte del equipo de seguridad y custodia del ‘Dórquin’. Él andaba acompañando a un amigo, a un compañero, que tenía que declarar en un juicio, en los juzgados de El Progreso. Pero, su instinto de policía le dijo que algo malo estaba pasando allí, y fue uno de los primeros que cayó herido de muerte. Le siguieron los policías militares…”.

Hace una pausa, suspira, con tristeza sincera, y agrega:

“Estamos trabajando en la investigación del caso. Hay mucha tela que cortar en esto. Creemos que la planificación del asalto en el juzgado de El Progreso viene de alguien poderoso dentro de la Policía… Alguien que ya no era policía, por supuesto; un oficial que recibió todo de la Institución, y que ahora se presta para asesinar policías. Por supuesto, no lo depuraron por santo. Sabemos que tenía nexos estrechos con gente de la MS en el Norte, y desde hace años se le sigue la pista… Pero ha tenido padrinos de peso, y nunca se le llevó a los tribunales, sin embargo, ahora tenemos luz verde para entregarles las pruebas a la fiscalía…”.

Calló de nuevo, se ajusta el pasamontañas, corta una llamada que entró a su celular, y asegura los lentes oscuros con los que esconde sus ojos.

“Voy a hablar con usted –me dijo–, pero usted no va a saber quién soy, ni me reconocerá nunca… ¿Está de acuerdo?”.

“Sí –le dije–; estoy de acuerdo”.

Preguntas

Su voz suena algo deforme al pasar a través de la malla del pasamontañas.

“Los altos mandos de Fusina saben bien que cometieron una plancha horrible –agrega–; o sea, que cometieron un error. Enviaron a El Progreso a un criminal peligroso, sanguinario y despiadado como el ‘Dórquin’, y solo le ponen cuatro policías militares como custodios, más el chofer de la patrulla. Y eso es una aberración, algo más que un error. Ellos sabían bien que el ‘Dórquin’ es uno de los peores líderes de la MS. Además, nosotros tenemos informes de que ya se sabía que el ‘Dórquin’ planeaba su fuga. Incluso, se sabe que hubo movimientos de grandes cantidades de dinero para comprar uniformes de la Fuerza Antiextorsión y de la Policía Militar. Es más, sabemos que los comandos entrenaron en una hacienda, y que entre estos comandos hay un exoficial de la policía y un ‘man’ de la Fuerzas Especiales del Ejército. Y sabemos de dónde salieron las armas… Pero todavía no lo podemos comprobar…”.

Calló de nuevo y, después de mirarse las manos, enguantadas, levanta la cabeza, y sigue diciendo:

“¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué los militares enviaron al ‘Dórquin’ con solo cuatro custodios? ¿Es que creían que era un angelito?”.

Aprieta los puños con fuerza.

“El ‘Dórquin? hizo un viaje largo, desde Támara, y va en una sola patrulla, con cuatro guardias y un chofer… ¿Por qué? ¿Por qué no llevaron más seguridad en la carretera y por qué no pusieron más hombres en el juzgado? ¡Nosotros informamos que un líder criminal de alto impacto preparaba su fuga! Y, ¿por qué no tomaron en cuenta nuestras advertencias? Hoy, los militares están avergonzados; les llevaron a un grande, y se los quitaron de las propias manos, pero, como creen que son la solución a todos los problemas del país, se confiaron… Al menos, es lo que queremos creer, porque sería horrible que nos demos cuenta que hubo algo oscuro en el traslado de este hombre al juzgado… Aunque lo vamos a averiguar… Lo vamos a averiguar, y, entonces, Honduras va a saber la verdad. Si fue negligencia, tendrán que asumir su responsabilidad; si hay algo negro en todo esto, pues van a afrontar las consecuencias…”.

Llanto

La mujer, de aspecto sencillo, luciendo una pobreza que gravita sobre ella desde niña, abraza el ataúd, y llora. Ya no le quedan lágrimas, pero su corazón sufre por dentro. A su lado, una niña, con rostro angustiado mira el cadáver de su padre, sin entender realmente qué es lo que pasó.

Unos dicen que murió en el cumplimiento del deber; la madre dice que murió por necesidad, porque “en estos lugares no hay trabajo para los jóvenes”, y él decidió ser militar, “por si podrían prosperar”.

Pero en aquel ataúd frío como la misma muerte se van sus sueños, sus aspiraciones, sus deseos. Deja a su hija sola, una viuda, una madre…

“Y todo porque los altos jefes no enviaron más seguridad con el ‘Dórquin’ –exclama el policía de inteligencia–. Todo, porque los militares se confiaron… o, porque no tienen la capacidad para dirigir el sistema penitenciario… O tal vez por algo más… Todavía no lo sabemos”.

En otro lado, una madre llora, como han llorado muchas madres más en Honduras. Su hijo, su joven hijo, un policía militar, duerme para siempre en su ataúd. Lo mataron en el juzgado de El Progreso. Atrás de ella, una mujer maldice. Más allá, un anciano, sentado en una silla de madera, muestra su tristeza, sin llorar. Dice, con un triste temblor en la voz:

“¡Alta es la noche y mi muchacho vigila!”.

Y algo parecido a las lágrimas nubla sus ojos grises y cansados. Luego, agrega, con un raro ronquido en el pecho:

“Él quería ser policía. Él soñaba con detener delincuentes y proteger a la gente. Y dio la vida por sus sueños”.

No queda vida en aquel anciano que siente cómo el dolor, la angustia y la desesperación flotan a su alrededor. Los policías militares lloran, mientras alguien, lejos de allí, ofrece dos millones de lempiras por información que ayude a recapturar al “Dórquin”.

“Mejor que quite a los inútiles que mandaron a la muerte a estos muchachos –dice el anciano, llevándose a la boca ya sin dientes, una taza de café, con manos temblorosas–; él es el primer responsable de la muerte de mi muchacho porque pone en esos cargos a gente que no sabe lo que hace, gente incapaz…”.

Guarda silencio de repente.

“Pero, ¿de qué me sirve quejarme? –murmura, segundos después–. Tal vez nadie tiene la culpa… Tal vez solo Dios sabe por qué pasan estas cosas”.

Tristeza

El general, con los ojos húmedos a causa de las lágrimas que pretende esconder, mira por última vez al subinspector, y no dice nada. A su lado, llora una mujer; más allá, otra mira al suelo con ojos tristes, una de esas tristezas que no se acaban nunca.

“Nos mataron a dos oficiales –dice el general, pocos segundos más tarde–, y esto nos duele mucho… mucho”.

Ahora, deja que sus lágrimas rueden por sus mejillas.

Un comisionado que no esconde su tristeza, comenta, con voz indecisa:

“En la Secretaría de Seguridad hay una fundación que ayuda a los hijos y a las viudas de los policías que mueren en el cumplimiento de su deber, y yo quisiera que esta ayuda fuera la que necesitan para honrar la memoria de nuestros policías caídos que soñaban grandes cosas para sus hijos”.

No puede hablar más. Hay dolor e impotencia en su voz.

Mientras tanto, allá, en el sur, un anciano triste, repite con supremo orgullo:

“¡Alta es la noche y mi muchacho vigila! ¡Era un buen policía!”.

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