Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El pecado de Terencio (segunda parte)

Causa y efecto: El que la hace, la paga; es ley de vida…
26.01.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres. (Segunda parte)

Por qué mataron a Terencio? Lo encontraron boca abajo cerca de su casa, en el camino real de la aldea. Tenía heridas de machete en la espalda y en la parte de atrás de la cabeza. Se supone que estaba borracho cuando lo atacaron y, tal vez, por eso no pudo defenderse, sin embargo, ¿por qué lo mataron?, ¿qué motivos tenía el asesino para quitarle la vida?

VEA: Selección de Grandes Crímenes: El pecado de Terencio

Terencio no se metía con nadie, pero, en opinión del agente de investigación de delitos contra la vida de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), quien lo mató tenía odio y cólera contra él. ¿Por qué?

Era un misterio que los agentes estaban obligados a resolver…

Neto

“Bueno, ¿y es que yo no puedo faltar a la cantina un viernes?, ¿cuál es el problema? No fui porque no quise”.

Neto era un hombre alto, delgado, de cara larga quemada por el sol del campo, ojos negros y grandes, cejas espesas, pelo hirsuto y descolorido, y bigote grueso, ancho y negro. Hablaba con rudeza mientras trabajaba asegurando el alambre de púas en el poste.

“No es eso lo que le quiero decir, señor –le dijo el agente–, solo es que queremos resolver el caso de Terencio, y por eso estamos hablando con todas las personas que lo conocieron”.

“Ah, pues, a mí ya me preguntaron; sigan su camino”.

El agente hizo una pausa.

“Le aconsejo que colabore con la Policía, señor –replicó, poniendo fuerza en sus palabras–, o, de lo contrario, voy a tener que llevarlo a Tegucigalpa para que declare allá…”.

Neto se detuvo por un momento, miró con ira al detective, y le dijo:

“Y, ¿por qué me vas a llevar hasta allá? ¿Es que yo maté a Tencho? ¿Por qué no te llevás al que lo mató?”

“Eso voy a hacer, señor, pero cuando lo encontremos”.

VEA: El Artículo de Octavio Carvajal: ¡La tuya!

“Entonces, vayan a buscarlo a otro lado y déjenme trabajar…”.

El agente hizo otra pausa.

“¿Siempre es usted así de enojado?” –le preguntó.

“Siempre que me molestan sin necesidad, sí, señor”.

“Dígame, ¿usted era amigo de Terencio?”

“No”

“Pero, lo conocía bien”.

“Aquí todos nos conocemos, señor”.

“¿Bebió con él en la cantina?”

“Todos bebemos allí”.

“¿Cuándo fue la última vez que lo vio con vida?”

Neto se detuvo por un momento, miró al policía, y quitándose el sombrero para limpiarse el sudor de la frente, le dijo:

“¿Por qué me hace tantas preguntas, señor? Yo estoy trabajando, y si mataron a Tencho fue por algo que a mí no me interesa… Vaya a buscar al que lo mató en otra parte…”.

“Señor –le dijo el agente, levantando la voz–, si usted me vuelve a contestar de esa forma, lo voy a detener por faltas a la autoridad, por desacato y por obstrucción a una investigación criminal… ¿Me entiende? Le voy a dar una oportunidad más. Lo único que quiero de usted es que me conteste algunas preguntas, y no lo voy a molestar más. ¿Me entendió bien?”

Neto se puso el sombrero.

El agente

“Usted llegó ese viernes a la cantina, ¿verdad?”

“Verdad”

“Entró, buscó algo, o alguien, y se fue, a pesar de que sus amigos lo llamaron para que se sentara con ellos en la mesa de costumbre. ¿Es cierto eso?”

“Es cierto, señor”.

“Bien”

Soplaba un viento cálido y hasta ellos llegaba el olor característico de la boñiga de vaca. Más allá, cantaban los pájaros y un toro, con una enorme giba, perseguía a otro más joven.

“¿Por qué no se quedó con sus amigos esa noche, como hacía todos los viernes?”

La pregunta del detective fue rápida y directa.

“Porque no quería beber ese día”.

“Pero, usted bebía con ellos cada viernes… desde hace mucho tiempo”.

“Así es… Aquí solo eso lo divierte a uno”.

“Entiendo”

Neto agarró con fuerza la barra de uña.

“Usted llegó a la cantina, entró, miró para todos lados, como si buscara algo o a alguien, y, después de unos segundos se fue… ¿Por qué?”

“¿Por qué, qué?”

“¿Qué buscaba esa noche en la cantina, señor?”

“Nada”

“Bueno, entonces, dígame, ¿a quién buscaba?”

“A nadie”

“Bien”

El agente escribió algo en su libreta de notas. El Clase III, que no había abierto la boca en todo ese tiempo, le dijo:

“Mire, agente, yo creo que no va a ganar nada hostigando así a la gente… Mejor es que lo deje por el lado bueno y vamos a otra parte a investigar… ¿Me entiende?”.

El agente tardó en contestar. Miraba con extrañeza al suboficial.

Neto acababa de volver a su trabajo.

“Bueno –dijo el detective, cerrando la libreta–; perdone la molestia, señor; si lo necesito, voy a volver para hablar con usted”.

Neto no contestó. Estaba tensando el alambre mientras su ayudante ponía la grapa.

El Clase III

Los hombres se alejaron del cerco.

“¿Por qué hizo eso, mi Clase? – preguntó el detective, en voz baja– Mire, que a mí ese hombre me da mala espina…”.

El Clase sonrió.

“¿Le gustan los refranes, muchacho? –preguntó, por toda respuesta–. Pues, si le gustan, entienda este: Macho que respinga, chimadura tiene”.

El detective se quedó en silencio por unos segundos.

“¿Entonces?”

“Ese hombre me da mala espina –agregó el Clase III–. Yo conozco a esta gente desde hace siete años y nunca había visto a Neto tan enojado… o tan molesto, y eso me da mala espina, como le dije…

“¿Qué sospecha usted, mi Clase?”

“Pues, me parece raro que ese hombre hable así… y me parece raro que no se haya quedado a beber ese viernes, porque cada viernes es religioso para ellos y siempre están en la cantina. Cuando venimos a patrullar, allí están, bebiendo, contándose cosas, riéndose… Bueno, siempre están allí… Y se me hace raro que ese día o esa noche, Neto haya ido a la cantina, que no se haya quedado y que ni siquiera le hiciera caso a sus amigos…”.

“¿Qué sospecha, usted, mi Clase?”

“No sé, muchacho; no sabría decirle, pero, sí se me hace rara la actitud de este hombre…”.

“A mí también me parece rara”.

El Clase III se detuvo por un momento, se quedó pensando largos segundos y de repente dijo:

“Tengo una idea”.

“¿Qué idea, mi Clase?”

“Regresemos donde Neto”.

Habían caminado unos seiscientos metros y, paso a paso, regresaron al potrero que estaba cercando Neto. Pero ya no lo encontraron y tampoco estaba su ayudante.

“Pero, las herramientas están aquí” –dijo el agente.

“Eso significa algo”.

“Qué están comiendo?”

“No es hora de comer, y esta gente trabaja por obra… Un segundo que pierdan, es dinero perdido…”.

“¿Entonces?”

El Clase no contestó. Llamó a gritos a Neto, pero solo le respondió el eco y el viento que soplaba con fuerza.

“Aquí hay algo raro” –dijo, y volvió a gritar.

“No –dijo, rechinando los dientes–, este como que tiene algo que esconder… ¡Vamos!”

“¿A dónde, mi Clase?”

“¿Y, adónde debería de ser? A la casa de Neto… Me parece que si dejó botado el alambre y las herramientas, y no contesta, es porque algo oculta y se olió que la Policía no es tonta… Vamos”.

“¿Está lejos de aquí la casa de ese hombre?”

“¿Por qué lo pregunta? ¿Le duelen las rodillas o tiene callos en los dedos?”

La casa

Era una casa grande, de adobe y bahareque, con techo de teja, amplio corredor al frente y sombreada por varios árboles viejos y frondosos. Afuera dormían dos perros, varios cerdos escarbaban en la tierra y las gallinas picoteaban por todas partes, mientras los gallos las vigilaban sacudiendo las alas y cantando con fuerza, como para marcar territorio.

De la chimenea de zinc salía humo y hasta los detectives llegó un agradable olor a tortilla recién hecha, a café caliente y a frijoles refritos.

El Clase III abrió el portón, un marco de palos con alambre de púas, y entró.

“¿Qué va a hacer, mi Clase?” –le preguntó el detective, deteniéndose afuera de la propiedad.

“Preguntar por Neto”.

“Pero, no tenemos orden para entrar ni permiso”.

El Clase se detuvo.

“Mire, muchacho –le dijo al detective–, aquí las cosas no funcionan como en la ciudad. Aquí, usted es el que manda, usted es el que tiene la autoridad; si espera a que un fiscal o un juez le dé una orden para entrar a una casa, el delincuente se le esfuma… Aquí no valen esas niñerías… Esta gente es peligrosa y solo la fuerza los detiene… Venga conmigo”.

Entraron.

Les salió al encuentro una mujer blanca, de unos cuarenta años, no muy alta, de grandes senos, vientre un poco abultado, anchas caderas, pelo largo y liso, y ojos claros. Llevaba en sus manos una tortilla a la que le daba forma con absoluta maestría, y le dijo al Clase que la saludó con amabilidad:

“¿Qué busca aquí, sargento?”

“Queremos hablar con su marido”.

“No está”.

“Lo vimos en el cerco donde está trabajando, pero, cuando regresamos, ya no estaba, y dejó botados el alambre y las herramientas…”.

“Andará por allí cerca, sargento”.

“No creo, porque ni siquiera está su ayudante”.

“Su ayudante es mi hijo, sargento”.

“Con más razón para que me parezca raro que se haya venido”.

“¿Qué quiere decir?”

“Que Neto sabe mucho sobre la muerte de Terencio y…”.

Se interrumpió el Clase III y quedó viendo fijamente a la mujer.

“Y ya veo que usted también sabe algo”.

La mujer dejó caer la tortilla al suelo.

“O habla con la Policía, señora, o se van a meter en serios problemas… Mire que se lo estoy advirtiendo”.

“¿Por qué me dice eso, sargento?”

Varias gallinas cayeron sobre la masa de la tortilla y la hicieron desaparecer en poco tiempo.

“A mí se me hace que Neto vigió a Terencio en el camino real y que lo agarró a machetazos”.

“¡Uy, no!”

“Y se me hace que es por algo que usted bien sabe”.

La mujer dio un paso hacia atrás, estaba asustada.

En ese momento, un policía llamó al Clase III. Venía acompañado por dos policías más y, juntos, traían agarrado de los brazos a un hombre con la cabeza gacha, Era Neto.

“Mire, mi Clase, lo agarramos cuando iba en gran carrera por el camino real… Llevaba esto”.

Le señaló un bulto en el que había ropa.

“Ajá –exclamó el Clase III–, ¿para dónde ibas, bonito? ¿Pensabas escaparte?”

Neto no dijo nada. La mujer estuvo a punto de desmayarse. De adentro de la casa salió una mujer, una anciana ciega, que se apoyaba en un niño y en un bastón.

“Me vas a decir por qué lo mataste”.

Neto siguió en silencio.

“Vos lo mataste –agregó el sargento–: Algo te tenías contra él, lo fuiste a buscar a la cantina, te aseguraste de que estuviera allí, te viniste a esperarlo al camino real, y allí lo atacaste a machetazos… Ahora, ¿quiero saber por qué? ¿Por qué lo mataste si ese hombre no se metía con nadie?”

Neto levantó la cabeza. La cólera lo dominó de repente.

“Ese hijo de… me hizo algo que no se le hace a ningún hombre, sargento –dijo, rugiendo como una fiera–. Una noche, cuando estábamos todos en la cantina, se vino, se metió a mi casa, y, en lo oscuro, se metió en la cama con mi mujer… Ella creyó que era yo y lo recibió, y el muy maldito se complació en ella, hasta que mi mujer le tocó la cara en la oscuridad y sintió que no tenía bigote, y, entonces, le dijo: ¡Vos no sos Neto, hijue…! Entonces, él saltó de la cama y se escapó, pero ya había hecho el mal… Y un hombre de verdad no perdona eso nunca, sargento”.

La mujer lloraba. Neto rechinaba los dientes. El Clase III suspiró.

“Voy a pagar ese hijue p…”

Nota final

Ante el juez, Neto negó haber hecho aquellas declaraciones, pero la Policía encontró sangre en un machete que estaba en la casa de Neto, sangre que resultó ser de Terencio. Neto tiene que esperar muchos años para volver a su aldea

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