Crímenes

El caso del esqueleto manco

Definitivamente, el ser humano es el más cruel de todos los animales

    02.06.2018

    Este relato narra un caso real.
    Se han cambiado los nombres.

    SERIE 2/2

    Mientras hacían unas excavaciones, un grupo de albañiles encontraron un esqueleto humano. El forense dijo que se trataba de los huesos de un hombre viejo, que había sido asesinado y enterrado hacía más de cincuenta años. El esqueleto tenía ciertas características que demostraban que el hombre llevó una vida de riesgos y aventuras.

    Fracturas en las piernas, un orificio de bala en una cadera, el dedo gordo de un pie arrancado y, lo más notorio, le faltaba un brazo. Además, el forense dijo que lo mataron de un machetazo que le partió la cabeza a la mitad. A partir de aquí, era responsabilidad de los detectives de la Dirección de Investigación Criminal (DIC) descubrir quién era la víctima, por qué lo mataron y quién era el asesino.

    Investigación
    “En opinión del forense, estos huesos tienen de estar enterrados entre cincuenta y sesenta años –dijo el detective a cargo del caso–, lo que nos dice que la víctima murió entre 1947 y 1957”.

    “Además –agregó otro agente–, el doctor asegura que murió al menos de setenta años; setenta y cinco cuando más, lo que nos dice que nació entre 1875 y 1885, aproximadamente”.

    Siguió a esto un momento de silencio.

    “A este hombre lo mataron de frente –añadió, poco después, el primer detective–, y de un solo machetazo que le abrió la cabeza en dos. La víctima ya era un hombre viejo, y por lo que dice su esqueleto, era manco, seguramente caminaba con dificultad y, tal vez, tenía alguna otra minusvalía, lo que nos dice que no podía defenderse por sí mismo. De aquí, que quien lo atacó se puso frente a él, sabiendo lo que haría, y descargó el golpe con extrema fuerza, tanta, que traspasó el cráneo. Debió ser alguien joven”.

    “Seguramente” –convino el segundo detective.

    “¿Por qué lo mataron?” –preguntó un tercero.

    “Creo que podemos hacer algunas conjeturas, a partir de lo que tenemos –intervino un tercero–. Este hombre sufrió muchos accidentes, seguramente cuando era joven, y perdió el brazo entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años, en opinión del forense, lo que nos indica que era un aventurero, un hombre que corrió muchos riesgos y que puso su vida en peligro en muchas ocasiones… Aun así, llegó a más de setenta años…”

    “Es posible que haya sido soldado –intervino un cuarto agente–; recordemos el orificio de bala en uno de los huesos de la cadera, ancho, causado por una bala de grueso calibre, según dice el médico forense, y tiene costillas quebradas, y las otras fracturas que ya sabemos… Si no se cayó de un caballo, si no tuvo un accidente grave, tal vez es que fue soldado y peleó en una de esas guerras civiles que hubo en Honduras a principios del siglo XX, y esas guerras eran especialmente crueles y las armas no tiraban confites…”

    Todos estuvieron de acuerdo con aquella posibilidad.

    “Si el doctor dice que vivió casi treinta años sin el brazo, y murió a los setenta o setenta y cinco, allá por 1947, es probable que haya peleado en la guerra civil de 1924, cuando el general Carías se levantó en armas contra el gobierno liberal de Rafael López Gutiérrez…”

    Los agentes se miraron unos a otros. Era la primera vez que tenían un caso como aquel y, en parte porque era su deber investigar, y, en parte por reto y curiosidad, trataban de resolver el misterio del esqueleto manco.

    Búsqueda
    Decididos a darle un oficio al dueño del esqueleto, los agentes convinieron en que se trataba de un antiguo soldado. Basados en la simple lógica, supusieron que las fracturas y la pérdida del brazo y del dedo gordo del pie solo debieron ser en algún combate, aunque cabía la posibilidad de que un accidente haya causado un daño irreversible que obligó a la amputación…

    Además, aceptaron como posible que haya sido un soldado de la guerra civil hondureña de 1924. Y se basaban en lo siguiente: de 1924 a 1947 habían veintitrés años. Si agregaban unos tres o cinco años más, en el supuesto de que hubiera muerto a los setenta y cinco, como calculaba el forense, entonces se acercaban mucho a los treinta años que calculaba el médico que el hombre había vivido sin su brazo. Era lógico, entonces, suponer que perdió el brazo a los cuarenta o cuarenta y cinco años de edad.

    Ahora, se dijeron los detectives, un soldado de cuarenta años es muy viejo; entonces pudo ser un oficial, o cuando menos, un sargento. Y se decidieron porque pudo ser un sargento ya que los oficiales mandan a la tropa y no participan mucho en batalla, contrario a los sargentos que van casi siempre al frente de sus hombres. Era solo un ejercicio de lógica y de suposiciones que, en cierto momento, los llevó a imaginar que estaba perdiendo el tiempo y que, quizás, no descubrirían nunca quién era el muerto, a qué se dedicó en vida y quién lo asesinó. Habían pasado más de cincuenta años de su muerte. Pero, lo más seguro era de que lo habían asesinado.

    “Para que avancemos –dijo, entonces, el detective a cargo del caso–, averigüemos todo lo que podamos sobre el lugar donde encontraron el esqueleto”. Era una buena idea.

    Casa
    La finca era amplia, llena de pinos, con terrenos labrantíos, corrales antiguos y robles aun más viejos. La casa era grande, de paredes altas de adobes, techo de teja, con artesón de cedro asegurado con largas tiras de cuero de vaca, piso de cemento, con amplios corredores, ventanas altas y puertas mucho más altas todavía.

    Con la ubicación geográfica en las manos fueron al Registro de la Propiedad, pero era como buscar una aguja en un pajar. Entonces, uno de los vecinos más viejos les dijo a los detectives que la finca perteneció a un capataz de don Santos Soto, el que fuera el hombre más rico de Honduras a principios del siglo XX, al que le decían don Tilo, porque se llamaba Domitilo.

    “¿Usted conoció a don Tilo?” –le preguntaron los agentes.

    “No –les dijo el señor–, porque yo vine aquí en 1948, cuando tenía diez años, pero mi papá sí lo conoció bien… porque eran enemigos a muerte con don Tilo”.

    “¿Enemigos? ¿Y por qué eran enemigos?”

    “Por esas cosas de la política”.

    “A ver, explíquenos”.

    “Don Tilo era “cariyista” hasta la médula y mi papá era colorado como la pitaya…”

    “¿Y qué más le decía su papá de don Tilo?”

    Los detectives estaban ansiosos. Algo les decía que iban por buen camino.

    “¿Cómo decirme de qué?” –preguntó el señor.

    “Si… don Tilo era manco, por ejemplo… Si había sido soldado”.

    El detective tenía reseca la garganta.

    “¡Sí! –exclamó–. Don Tilo era manco… Mi papá me dijo que le habían volado un brazo de un balazo de máuser en La Ceiba, cuando Carías atacó al general Ceferino Delgado, que era del ejército del presidente López Gutiérrez…”

    El detective lo interrumpió con un grito de triunfo. Chocaron las palmas con sus compañeros y se dejaron llevar por la emoción.

    Le habían puesto un nombre y una profesión al esqueleto manco y ese era un gran avance.

    “Eso fue allá por 1924” –agregó el señor, que no entendía el porqué de la euforia de los policías.

    “Y… ¿usted conoce a alguien que se acuerde bien de don Tilo?”

    “Mire, yo solo a mi mamá, que ya está viejita, pero yo creo que ella sí se acuerda de ese señor…”

    Hizo el testigo una pausa y, arrugando sus pobladas cejas blancas, preguntó:

    “Bueno, ¿y por qué andan averiguando de ese señor?”

    “¿No sabe usted lo que unos albañiles encontraron ayer en la mañana en la finca?”

    “No, no sé… ¿Qué fue lo que encontraron?”

    “Pues… un esqueleto manco…”

    El hombre abrió la boca y mostró sus encías edéntulas.

    “¿Usted nos puede llevar donde su mamá?”

    “¡Claro! ¡Claro!”

    Foto: El Heraldo

    La anciana
    Era una mujer fuerte todavía, a pesar de que estaba a punto de cumplir ochenta años. Nació en 1918, se casó en 1935 y tuvo once hijos. Su esposo fue soldado del general Rafael López Gutiérrez, liberal hasta los huesos, “y peleó contra los insurrectos de Carías”.

    “Pero cuando el presidente López Gutiérrez murió, a pocos días de empezada la guerra del 24, mi esposo se apartó del ejército porque se metieron los gringos a Honduras, y eso ya no le gustó… Entonces, se vino a labrar la tierra con su papá y sus hermanos…” La anciana hablaba con claridad y los recuerdos brotaban de su memoria con gran facilidad.

    “¿Y usted conoció a don Tilo, el que fue dueño de la finca Los Rosales?” –le preguntó el detective.

    “¿Que si lo conocí? ¿Quién no conoció a ese viejo zamarro en todo este lugar? Era sargento de Carías, y en febrero, si no me mal recuerdo, le volaron un brazo de un tiro allá en La Ceiba, y casi lo matan… Pero como había trabajado con don Santos Soto, le dieron una pensión y allí vivió sin hacer nada hasta que se perdió del mapa…”

    “¿Cómo se perdió del mapa?”

    “Mire, eran enemigos como un perro y un gato con mi marido… por política, pero nunca se hicieron nada, porque como que cada uno sabía que el otro mordía, pero estaban obligados a ser vecinos y a compartir el agua de la quebrada que tenía el ojo del naciente en los terrenos de don Tilo…”

    “Sí, pero, ¿cómo es que don Tilo se perdió del mapa?”

    La señora suspiró.

    “Pues, un día ya no amaneció, y allí quedaron las hijas y la mamá, solas…”

    “¿Las hijas?”

    “Sí; solo tuvo hijas… Ocho muchachas a las que tenía del pico y a las que celaba hasta con la sombra… Las tres mayores se le murieron y quedaron las otras cinco, con la mamá, que no estaba tan mayor…”

    “Y, ¿usted sabe qué se hicieron las muchachas?”

    “Pues, conforme fue pasando el tiempo, se fueron ajuntando con los novios, y hasta que se fueron de allí… Y Los Rosales se quedó sola… Dicen que la viejita murió allí como por el 81… ciega y en silla de ruedas…”

    “¿Y se volvió a saber algo de don Tilo?”

    “Pues, nada… Es como si se lo tragó la tierra, y qué bueno que se fue porque era problemático, y como estaba en el gobierno Carías, él se las tiraba de poderoso… aunque no me acuerdo que le haya hecho mal a nadie… solo a las hijas, que las tenía encerradas…”

    “¿Usted sabe cómo se llamaba la señora?”

    “Se llamaba María Ceferina Canales… Era una señora menudita, pelo largo, sencilla ella…”

    “Y, ¿sabe usted para dónde se la llevaron las hijas?”

    “Pues, la mayorcita que le quedaba se fue a vivir con un hombre de Cedros… y se la llevó… Me imagino que allá fue”.

    “Y, ¿sabe cómo se llamaba la muchacha?”

    “Le decían Tilita… Me imagino que era Domitila, como el papá”.

    Visita
    Tilita estaba sentada en una silla mecedora, en un viejo corredor sombreado por flores, árboles enormes y enredadas veraneras blancas y rojas.

    “¿De qué quieren hablar, muchachos?” –les preguntó a los detectives.

    “De su papá, don Tilo” –le contestó el detective a cargo del caso.

    La mirada gris de la señora se iluminó y una sonrisa separó sus labios delgados y llenos de arrugas.

    “Ha pasado mucho tiempo desde que vimos a mi papá por última vez –respondió–. ¿Por qué quieren hablar de él?”

    “Porque encontramos sus huesos enterrados en una esquina de lo que hace muchos años fue un corral”.

    El detective habló con la intención de provocar una sorpresa en la anciana. Esta abrió los ojos, miró al muchacho que tenía enfrente y, después de pensar unos segundos, le dijo:

    “¡Ah! Por fin lo encontraron”.

    “Sí” –musitó el policía, extrañado.

    “¿Y para qué quiere resucitar a los muertos?” –añadió ella.

    “Es que a su papá lo mataron, Tilita –le dijo el detective–, y nosotros queremos averiguar quién fue y por qué lo asesinaron”.

    La mujer puso sus manos pálidas y casi transparentes en los brazos de la mecedora.

    “Lo mismo quiso hacer el coronel Tomás “Caquita” –respondió ella–, que había sido buen amigo de mi papá cuando la guerra del 24, pero no supo nunca que había sido de él. Jamás supo qué le pasó al manco Tilo”.

    El detective la miró a los ojos.

    “Pero usted sí supo qué fue de don Tilo, ¿verdad? Usted sí sabe qué le pasó a su papá”.

    Ella sonrió.

    “¿Y de qué sirve eso ahora, mijo?”

    “A su papá lo mataron de un machetazo en la cabeza y lo enterraron en su misma propiedad… Lo que nos dice que lo mataron en su propia casa y que alguien muy cercano a él fue el asesino…”

    “Son muy listos ustedes –replicó ella–; sí que son muy listos”.

    “¿Por qué dice eso?”

    Ella no respondió directamente.

    “Vamos a ver, muchachos –les dijo a los agentes, viéndolos uno a uno–; si ustedes me dicen por qué lo mataron, yo les digo quién fue y quiénes lo enterraron en el corral”.

    Los detectives se miraron por un momento.

    “Creemos que el que lo mató estaba con cólera contra él, que lo mató en un momento de ira…”

    “¿Por qué?”

    “Pues… porque don Tilo le había hecho algún daño… y tal vez ya no lo soportaban… O por venganza”.

    La anciana sonrió, esta vez, la tristeza se apoderó de su mirada casi vacía.

    “Son inteligentes –dijo–; muy inteligentes”

    Guardó silencio por unos segundos, después, dijo:

    “¿Qué merece un hombre que viola a sus ocho hijas, que hace abortar a tres y que no le importa que se le mueran? ¿Qué merece un hombre así? ¿Qué merece un hombre que diga que él no cría hijas para otro y que el que se las lleve se las llevará después de que sean de él?”

    Nadie le respondió.

    “¿Qué merece un hombre que es el terror, el demonio de su mujer y de sus hijas?”

    Los detectives no dijeron nada.

    “Merecía eso y más”.

    Los policías siguieron en silencio.

    Ella suspiró.

    “¿Qué más quieren saber?”

    El detective se puso de pie.

    “Nada más, Tilita; nada más”.

    Ella suspiró.

    “¿Van a tomar café? –les preguntó–. Hay cuajada recién hecha y frijolitos cocidos… ¡Teófila, haceles unas tortillas a los muchachos!”

    Dijo esto y, haciéndole una señal al detective a cargo, le pidió que se acercara.

    “Yo lo maté –le dijo al oído–; tenía quince años y me quería obligar a que me sacara a Teófila…”

    El detective sonrió. Adentro olía a tortilla recién hecha y a café de palo.