Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Carrera
Era una noche tranquila, no muy cálida, no muy fría. Para los policías que patrullaban la Calle Real de Comayagüela, el tiempo estaba pasando sin problemas y algunos dormitaban en la cabina de la patrulla mientras otros fumaban sentados a horcajadas en la paila. Aquella era la tercera vuelta que daban. Venían desde el parque El Obelisco y llegaban hasta el puente Mallol, luego regresaban, subían a la segunda avenida, iban más allá, hasta la tercera y volvían al parque para empezar de nuevo.
“Todo está tranquilo –dijo el oficial, un subinspector de escasos veintitrés años–, vamos a dar una vuelta más y buscamos qué comer… El desvelo me da hambre”.
La patrulla bajó por la primera avenida, se detuvo brevemente en el semáforo de la tercera calle y ya iba a continuar su marcha cuando uno de los policías que iba en la paila escuchó algo que le llamó la atención y gritó:
“¡Oiga, mi inspector! –dijo, golpeando la paila con la palma de la mano–. Se oyen como pasos de gente que viene corriendo”.
“¡Atención! –ordenó el oficial–. ¡Todos alerta!”
Por un momento, los policías quedaron en silencio, con las armas listas entre las manos. Pasaron varios segundos y, poco a poco se escuchó con más claridad el golpeteo de zapatos que se estrellaban con violenta rapidez sobre el pavimento. Era un golpeteo fuerte que mantenía su ritmo conforme avanzaba. Los policías estaban alertas. Ya iba el oficial a decir algo cuando cruzaron ante sus ojos, rápido como conejos, dos sombras que corrían desesperadamente unos metros más arriba, sobre la Calle Real, en dirección al puente Mallol.
“¡Sígalos! –ordenó el subinspector, gritando casi en el oído derecho del conductor–. ¡No deje que se alejen, pero no ponga la sirena hasta que los tengamos cerca!”
“¡A la orden, señor!”
Las sombras habían avanzado unos veinte metros cuando la patrulla, con un chirriar de llantas, giró a la derecha, los cubrió con la luz de los dos focos e hizo sonar la sirena.
Los que corrían eran dos muchachos, altos y fornidos que se detuvieron bruscamente cuando la patrulla se detuvo delante de ellos. Estaban agitados y levantaron las manos cuando los policías les gritaron que se detuvieran mientras les apuntaban con los fusiles.
“¿Quiénes son ustedes?” –preguntó el oficial, saltando de la patrulla con una pistola de nueve milímetros en una mano.
“Solo somos dos chavos que venimos de una fiesta” –respondió uno de ellos, con la voz alterada por el cansancio.
“Permítannos un registro”.
“No andamos armados, señor”.
Cuatro policías los registraron de pies a cabeza.
“Están limpios, señor, pero huelen a cerveza. Parece que andan bien tomados”.
“Pues no debe ser tanto –replicó el oficial– porque como corrían parece que querían alcanzar un venado”.
“Solo íbamos apurados, señor”.
“¡Ah, sí! –dijo el subinspector–. Y, ¿se puede saber por qué iban tan apurados?”
La respiración de los muchachos era agitada y tardaron en contestar.
“¿Podrían decirme por qué iban corriendo? –les dijo el oficial, interrumpiendo al que iba a responder–. Yo no veo a nadie que los venga siguiendo”.
“No, señor, es que veníamos corriendo porque oímos unos gritos allá arriba y tuvimos miedo…”
“¿Oyeron unos gritos?”
“Sí”.
“¿Gritos de qué o de quién?”
“Pues, mire, no sabemos bien, pero eran gritos como de un hombre… No vimos nada, pero los gritos nos dieron miedo y mejor corrimos para alejarnos de aquí, no vaya a ser…”
El muchacho se interrumpió ante un gesto del oficial.
“¿Dónde escucharon los gritos?” –les preguntó.
“Más allá arriba” –dijo uno.
“¿Dónde?”
“Unas calles más allá, señor… Nosotros veníamos de una fiesta y salimos a buscar un taxi, pero al oír los gritos mejor corrimos…”
“Ya me dijeron eso. ¡Vamos!”
“¿A dónde?”
“Al lugar dónde oyeron los gritos. Yo ya no oigo nada”.
“A lo mejor ya se fue la gente que gritaba… A lo mejor eran bolos…”
“Sí, a lo mejor. Súbanse a la patrulla y nos llevan al lugar donde oyeron los gritos… ¿Por dónde fue?”
Los muchachos se miraron uno a otro y el más alto respondió:
“Por aquí, calle arriba”.
“¡Vamos! ¡Súbanse!”
Hallazgo
La patrulla avanzó por la Calle Real hacia el parque El Obelisco, pero se detuvo luego de correr unos cien metros.
“¿Qué es eso que está allí?” –preguntó el oficial, señalando hacia adelante desde su asiento.
“Parece un hombre, señor” –respondió el conductor.
“Poné la luz alta y bajá la velocidad”.
Un haz de luz intensa iluminó el espacio unos metros hacia adelante y mostró con mayor claridad una figura humana que estaba tendida sobre el pavimento, cerca de la acera.
“Es un hombre” –dijo el subinspector.
“Y no se mueve, señor” –dijo un policía que iba sentado en el asiento trasero.
“Parece que está bolo, señor” –dijo el chofer.
El oficial no respondió.
Conforme la patrulla se acercaba la imagen se iba haciendo más clara.
Se trataba de un hombre, realmente un muchacho que estaba tendido boca abajo a la orilla de la acera y sobre un charco de sangre.
“Parece que está muerto, señor” –gritó un policía desde la paila.
La patrulla se detuvo y los policías bajaron.
“Que bajen esos chavos” –ordenó el oficial.
Se acercó después al hombre en el suelo y, con una mirada ligera, se dio cuenta que estaba muerto.
“No respira –dijo–, y la sangre es fresca. A este hombre lo acaban de matar”.
“¡Qué fregada, señor –exclamó el radiooperador–, si nosotros acabábamos de pasar por aquí y no había nada!”.
“Pues ya se nos fregó la noche –dijo el oficial, y ordenó: –¡Tráiganme a esos chavos!”.
Los muchachos se acercaron temerosos, rodeados por varios policías.
“¿Vieron algo ustedes?”.
“No, señor –respondió uno de ellos–, solo oímos los gritos y salimos corriendo… Tuvimos miedo”.
“¿Por dónde venían ustedes cuando oyeron los gritos?”.
“Por allá…”.
Hizo un gesto con los labios fruncidos y levantó una mano para señalar un sitio en la oscuridad.
“¿Cómo cuántos metros es eso?”.
“No sé, señor; tal vez unos cincuenta metros”.
“¿Y no voltearon a ver?”.
“No, señor… Tuvimos miedo”.
“Bien”.
El subinspector hizo una pausa, miró a los muchachos a los ojos y luego ordenó:
“¡Mi clase, póngales las chachas! Los vamos a llevar a la DNIC para que los entrevisten… Y llamen a Medicina Forense…”
DNIC
El agente que estaba de turno en la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) bostezó casi hasta desencajarse las mandíbulas, miró directamente a los muchachos que acababan de llevarles los policías preventivos y les dijo:
“Ustedes oyeron gritos y salieron corriendo… Y no se dieron cuenta que estaban matando a un hombre a escasos cincuenta metros de donde ustedes estaban… ¿Es así?”
“Sí, señor. Así es. No vimos nada. Cuando oímos los gritos salimos corriendo”.
“Ya”.
“Dice el oficial de la Policía que ustedes no voltearon a ver para atrás…”
“No, señor…”
“Bien… Ustedes venían de una fiesta…”
“Sí, señor”
“Y estaban esperando taxi…”
“Sí, salimos de la fiesta y caminamos por la Calle Real, pero al oír los gritos…”
“Sí, sí, ya sé eso… tuvieron miedo y salieron corriendo… y entonces los agarró la Policía. Díganme, ¿ustedes pelearon con el muchacho?”
“¡No!” –gritaron los dos al mismo tiempo–. Ni siquiera lo vimos –agregó después uno de ellos.
“Bueno –dijo el agente de Homicidios levantándose de su silla y dejando el lápiz con el que estaba escribiendo sobre el escritorio–. Les vamos a hacer unas preguntas y después se van para sus casas… ¿Qué les parece?”.
Llamada
Gonzalo Sánchez, abogado, criminalista y criminólogo, jefe de Inspecciones Oculares de la DNIC, especialista en análisis de la escena del crimen y experto en perfil psicológico del criminal, entre otras cosas, estaba durmiendo plácidamente en su casa de habitación cuando sonó el teléfono que tenía sobre la mesita de noche.
Al principio no quiso contestar, estiró el edredón hasta media cara, se agitó en la cama y trató de recuperar el sueño que acababa de quitarle el repiqueteo del teléfono. Al fin, sacó una mano de debajo de la cobija y, despacio, agarró el aparato.
- “Abogado –le dijo una voz respetuosa al otro lado de la línea–, perdone que lo despierte…”
- “No, no se preocupe –interrumpió el abogado–, está bien… ¿Qué tenemos?”
- “Mire, abogado…, tenemos un caso raro y algo difícil, por eso mejor lo llamamos a usted…”
A Gonzalo se le pararon las orejas. La investigación criminal es una pasión que se metió en sus venas con la fuerza de una adicción incurable.
- “¿Qué es?” –preguntó, sentándose en la orilla de la cama.
- “Mire, unos preventivos trajeron a dos muchachos que iban corriendo por la Calle Real, los requirieron para saber por qué corrían y ellos dijeron que es que habían escuchado unos gritos y que les dio miedo…”
- “¿Y los muchachos?”
- “Están aquí, abogado; los trajeron para entrevistarlos”.
- “¿Por qué?”
- “Es que más arriba de donde los detuvieron hallaron un cadáver… Un muchacho que acababa de morir… Parece que lo mataron a golpes…”
- “¿Y los muchachos vieron algo?”
- “Dicen que no, señor”.
- “¿A qué distancia estaban de la escena del crimen cuando oyeron los gritos?”
- “Dicen que a unos cincuenta metros, abogado; pero no vieron nada porque la zona es oscura”.
- “Y, ¿dónde los agarró la Policía?”
- “A unas dos cuadras de la escena”.
- “Bien… Espérenme. Voy para allá”.
La esposa de Gonzalo no protestó, ese era el trabajo de su marido y, más que trabajo, era su mayor pasión, después de ella, por supuesto.
En la DNIC
Gonzalo tardó en llegar a la DNIC. Primero hizo que lo llevaran a la escena del crimen. Cuando llegó a la DNIC, a eso de las dos de la mañana, allí estaban los muchachos, sentados, sin esposas y esperando, nada más esperando. Gonzalo hizo que le repitieran la historia una vez más.
- “Bien” –dijo.
- “Ustedes iban corriendo por la Calle Real”.
- “Sí”.
- “Porque se asustaron…”
- “Sí…”
- “Bien. ¿Sabían que al muchacho lo mataron a golpes?”
- “No, no sabemos nada”.
- “Al principio creí que lo habían atacado con un tubo o con un garrote, pero al verlo bien supe que lo mataron a patadas y puñetazos. ¿No vieron nada ustedes desde donde estaban esperando el taxi?”
- “No, señor, solo oímos gritos…”
- “Ya”. “¿No les dio curiosidad por ver aunque fuera una sola vez hacia el lugar de donde venían los gritos?”.
Los muchachos se miraron una vez más y el más alto de los dos respondió:
- “Mire, señor, allí es bien oscuro y nosotros no andamos armas para defendernos… Al oír los gritos…”
- “Qué raro –lo interrumpió Gonzalo–. Por instinto, por curiosidad, la primera reacción es voltear hacia el lugar de donde venían los gritos, y ustedes no lo hicieron…”
Los muchachos no contestaron. “Creo que me están mintiendo”.
- “¡No, señor –gritaron los dos al mismo tiempo–, no estamos mintiendo!”.
Gonzalo se puso de pie, llamó a uno de los agentes y le dijo:
- “Que venga un técnico de Inspecciones Oculares, el que esté de turno.”
- “Sí, señor”.
Esperaron unos minutos. Cuando el técnico llegó a donde lo esperaba Gonzalo, este le dijo:
- “¿Ves estos dos muchachos? Pues quiero que trabajemos con ellos…”
- “¿Qué quiere que haga, abogado?”
Gonzalo no respondió de inmediato, se volvió hacia uno de los muchachos y le dijo:
- “Vení.”
El muchacho se acercó, Gonzalo agregó:
- “¿Ves que andan camisas de manga larga? –le preguntó al técnico de Inspecciones Oculares–. ¿Sí? Pues lo que quiero es que le revisés la parte de adentro de los puños de las mangas de la camisa…”
El muchacho extendió un brazo hacia adelante, el técnico desabotonó la manga y la dobló hacia afuera.
- “Hay salpicaduras de sangre, abogado”.
Así era. Debajo de la manga habían varios puntos rojos que no dejaban lugar a dudas: era sangre.
- “¿Sangre fresca?” –preguntó Gonzalo.
- “Sí, señor”.
- “Bien, ahora revisale el ruedo del pantalón y los calcetines”.
También había sangre en el ruedo y los calcetines estaban manchados. Gonzalo llamó al segundo muchacho.
“Sus mangas” –le dijo.
El muchacho extendió los brazos hacia adelante.
También aquí había manchas de sangre. Y encontraron más en el ruedo del pantalón.
“Así es que ustedes atacaron al muchacho, que andaba bastante tomado, como ustedes…”
Gonzalo se detuvo, miró a los ojos alternativamente a los muchachos, que lo veían a su vez con azoro, y agregó, ante el silencio desesperado de los dos:
“Por alguna razón ustedes y el muchacho, o sea la víctima, empezaron una pelea, ustedes dos son más altos y fornidos, él era delgado y bajo de estatura, por tanto, más débil; se dijeron algo, lo atacaron, él no se pudo defender y ustedes dos, enfurecidos, lo golpearon con puños y pies, hasta que lo mataron a patadas… ¿Es así?”
Nadie respondió.
“¡Bien” –dijo Gonzalo–. ¡Quítense la ropa!”
- “¿Para qué?” –preguntó uno de ellos, angustiado.
- “Vamos a mandar a examinar la sangre que está en la ropa y en los zapatos de ustedes dos y si descubrimos que el ADN de esa sangre es de la víctima, ustedes estarán en graves problemas… No sé si ya se dieron cuenta…”
Los muchachos se miraron una vez más, esta vez estaban a punto de llorar.
- “Sí –dijo el más alto–, nosotros le pegamos… Es que veníamos de la fiesta y él nos insultó y nosotros nos enojamos… Él nos atacó y nosotros nos defendimos y lo golpeamos, pero no imaginamos que se había muerto…” Gonzalo sonrió, miró a los muchachos, luego vio al fiscal de turno, que acababa de ser llamado y se despidió, luego de cubrir un bostezo largo y sonoro con una mano. Le hacían falta unas tres horas de sueño. Tiempo después supo que condenaron a los asesinos