Crímenes

Grandes Crímenes: El testigo que no podía hablar

Siempre se ha dicho que entre cielo y tierra no hay nada oculto
18.07.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- HALLAZGO ¿Qué había pasado con Javier? ¿Quién había sido capaz de hacerle semejante daño? ¿Por qué a un hombre como él que nunca se metía con nadie? ¿Quién era el asesino?

Los agentes de la Policía de Investigación se hacían estas preguntas, y en la aldea nadie podía contestarlas.

Javier era joven, trabajador, callado y respetuoso. Estaba enamorado de Yuli, y se dedicaba a su milpa y a su hogar. A veces, jugaba potra, pero no acostumbraba a estar fuera de su casa.

Salía temprano al campo, y regresaba siempre a la misma hora para cenar y pasar el tiempo con su mujer. Sus amigos eran escasos, y enemigos no tenía ninguno. Al menos es lo que decían las buenas gentes que lo conocían bien.

Entonces, ¿por qué lo habían matado? ¿Por qué de aquella forma tan horrible?

“Esto lo hizo alguien que odiaba al muchacho –dijo el agente a cargo del caso–. Matarlo de esa forma es inhumano, si es que hay algo de humano en el hecho de quitarle la vida a una persona.

El asesino planificó el crimen, vigiló a Javier, lo esperó en alguna parte del camino que sabía que siempre recorría de regreso a su casa, y lo intimidó para someterlo a la impotencia…”

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“Pues, así debe ser –dijo don Miguel, el suegro de Javier–, porque en el camino real, a unos trescientos metros de la casa, encontramos el atado de leña que traía Javier…”

“¿Por qué dice usted que eso es la leña que traía Javier?” –le preguntó el policía.

“Porque todas las tardes hacía lo mismo –respondió el señor–.

Siempre traía leña para su casa, y porque es la misma soga que usaba para amarrarla… Una soga de color ocre, ya vieja, que yo le regalé cuando todavía era novio de mi hija”.

El detective lo miró.

“Ustedes salieron a buscarlo” –le dijo.

“Sí; salimos a buscarlo con mi hija… No regresó a la casa en toda la noche, y eso era muy extraño. Cuando se tardó, ayer, mi hija creyó que había ido a la pulpería, a comprar algo para la casa…

La pulpería queda a unas quince cuadras de la casa de Javier, pero cuando fuimos a preguntar allí, nos dijeron que no había llegado. Entonces nos regresamos y esperamos a que apareciera, pero no vino a dormir… Temprano, nos fuimos para el monte, y encontramos el atado de leña botado a un lado del camino real, y seguimos hasta un guamil, donde lo hayamos muerto…”

JAVIER

Tenía veintiocho años cuando encontró la muerte. No era muy alto, de piel trigueña, facciones agradables y de escasas palabras. Además, era educado y respetuoso, y estaba enamorado. Su mujer significaba todo para él.

Yuli era bonita, de baja estatura, blanca y de ojos saltones que lucían bien en el rostro delgado y lleno de pecas. Se enamoró de Javier en el primer momento en que lo vio, y pronto se casó con él. No tenía ojos para nadie más.

“¿Por qué cree usted que lo mataron?” –le preguntó el detective.

“No sé, señor –dijo ella–; mi marido no tenía enemigos”.

“Pero, está claro que el que lo mató lo hizo con cólera, con odio, y como si se estuviera vengando de él”.

“Todos conocíamos a Javier –dijo el suegro–, y sabemos que no se metía con nadie. Era pacífico, y lo estimábamos porque era servicial y educado con todo el mundo”.

“Entonces, ¿cree usted que el asesino se equivocó de persona?”

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“Pues, eso no sé, señor”.

“Está claro –agregó el agente– que el asesino conocía los movimientos de Javier, que ya sabía a qué hora pasaba por el camino real, y lo emboscó… Luego, lo amenazó, lo amarró de las manos, asegurándoselas hacia atrás, le puso un trapo en la boca, para que no gritara, y así, bajo amenazas, lo llevó hasta el guamil, donde le dio muerte…

Según el médico forense, el primer machetazo fue el que tiene en la cabeza. La herida es profunda y creemos que lo hizo perder el conocimiento, si es que no lo mató al instante.

Luego, el asesino, con la furia que llevaba en el pecho, y que había guardado allí solo Dios sabe por cuánto tiempo, le dio varios machetazos más, cortándole un brazo, la espalda, los hombros y causándole heridas profundas en las piernas… Pero, el forense cree que la herida mortal es la que tiene en la cabeza…”

“Pero, ¿quién fue capaz de hacerle esto a mi yerno, señor, si él era un muchacho bueno, dedicado a su trabajo, a su mujercita y a su casa?

“Eso es lo que vamos a averiguar”.

NECIO

El agente estaba inquieto. Hablaba, hacía preguntas, opinaba y formulaba hipótesis, pero se interrumpía a cada rato. Un muchacho, de unos veinticinco años, hacía gesto frente a él, poniendo rostro desesperado y emitiendo sonidos guturales que nadie entendía. Aquel hombre se llamaba Ramón, y era sordomudo.

“Quiten a este mudo de aquí –dijo el agente–; me está interrumpiendo con sus necedades”.

“Vos, mudo tonto –le dijo un vecino–, quitate de aquí si no querés que te dé un par de coyundazos. ¿No ves que estamos en algo serio y vos solo estás molestando”

Por supuesto, hablarle a Ramón era inútil. No oía nada, aunque sí entendía los gestos de la gente.

No se amedrentó, sin embargo, y gritó, soltando de su garganta sonidos que, al igual que los anteriores, nadie entendía.

Sus gesto eran desesperados, y había en su rostro algo de miedo y seriedad que el suegro de Javier entendió después de cierto tiempo.

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“Perdone, señor policía –le dijo don Miguel al agente–, creo que este mudo quiere decirnos algo. Nunca lo había visto tan agitado, y parece que tiene miedo y que está señalando hacia el guamil y se lleva una mano a la garganta y hace gestos como que vio algo… ¿No será que quiere decirnos algo?”

“¿Usted le entiende, don Miguel?” –le preguntó el agente.

“No, pero sé de alguien que se entiende a la perfección con él”.

“Llámelo”.

RAMÓN

Entre sonidos y monosílabos que iban de una intensidad a otra, los gestos de Ramón pronto fueron interpretados.

“¿Qué es lo que dice?” –le preguntó el detective.

El intérprete habló de inmediato.

“Dice que él se fue al monte a hacer del cuerpo –dijo–, y que en eso estaba cuando vio que había un movimiento extraño entre los arbustos del guamil. Se levantó, con miedo, y asomó la cabeza, y vio cómo un hombre llevaba amarrado de las manos a otro, y que le había puesto un trapo en la boca. Vio que se detuvo el hombre en lo más escondido del guamil, y que le dejó ir un machetazo que le partió la cabeza en dos, y que después lo siguió macheteando… Entonces, él se tiró al suelo, para que no lo viera el asesino, y que se fue de ahí hasta después de ir a ver al muerto, y vio que era Javier, que había sido bueno con él…”

“Pregúntele ¿por qué no dijo nada antes?” –dijo el agente.

“Seguramente no dijo nada, señor agente –respondió el intérprete–, porque es mudo…”

El agente aceptó la bofetada.

El intérprete agregó:

“Pero, dice Ramón que desde hace ratos está tratando de decirles que él vio al asesino, y que nadie le hacía caso”.

“Pregúntele si está seguro de lo que dice”.

El intérprete hizo algunas señas que Ramón entendió de inmediato.

“Dice que está seguro. Qué él vio a Javier amarrado de las manos, a la espalda, y que vio cuando lo mataron a machetazos”.

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“Excelente –dijo el detective–. Ahora, que nos diga quién es el hombre al que vio matando a Javier”.

Ramón hizo un gesto.

“¿Le entiende?” –preguntó el detective.

“No muy bien” –respondió el intérprete.

“Entonces, dígale que nos lleve a la casa del que mató a Javier”.

JOSÉ

Era un hombre de más de cincuenta años, de baja estatura, gordo y de mala cara. En la aldea se llevaba con poca gente por su carácter lunático, pero a él no le importaba. Se dedicaba a trabajar la tierra, a cosechar y cuidar sus gallinas, cerdos y vacas. Aunque tenía dinero, vivía con limitaciones, y no se había casado ni tenía hijos.

“Ese hombre pretendía a mi hija –le dijo don Miguel al detective–; seguramente mató a mi yerno porque mi muchacha jamás le hizo caso. Y, ¿cómo iba a hacerle caso si es más de treinta años mayor que ella?”

Los policías rodearon la casa de José.

Cuando salió con las manos arriba, estaba nervioso.

“Sabemos que usted mató a Javier a machetazos” –le dijo el policía.

“¿Quién dice eso?”

“Tenemos un testigo que te vio llevarlo hasta el guamil con las manos amarradas a la espalda, y con un trapo en la boca. Y te vio cuando lo mataste a machetazos”.

José levantó la frente.

“Ese maldito se quedó con la mujer que yo quería para esposa –dijo–; por eso lo maté… Y ya que lo saben, me vale… Yo quería a Yuli para mí, pero ella me despreció siempre, y cuando conoció a ese hombre, se puso loquita por él desde el primer día… Por eso juré que me las iba a pagar…”

NOTA FINAL

José guarda prisión en la Penitenciaría Nacional de Varones de Támara. No verá la libertad sino en muchos, muchos años… Y, tal vez no salga vivo de allí… Dicen que Yuli ya se volvió a casar…