Crímenes

Carmilla Wyler: Los crímenes más absurdos (Parte II)

La libertad es un derecho humano sagrado e imprescriptible…
20.09.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Si la libertad es un derecho humano sagrado e imprescriptible, aquellos que la han perdido por decisión judicial y a causa de un delito, bien pueden aspirar a ser libres, aunque el Estado, en nombre de la sociedad, los confine entre rejas para que paguen sus faltas. Esto, en vista de que es un derecho humano y, además, imprescriptible.

De aquí que también podría decirse que los intentos de fuga de los privados de libertad corresponden a ese natural, elemental, sagrado e imprescriptible derecho a la libertad, y, por tanto, no debería ser penado, aunque el Estado debe evitar que se hagan realidad. Cosas así suceden en países avanzados, donde el que comete un delito sigue siendo un ser humano que solamente es apartado de la sociedad para proteger al resto de personas.

Esta pequeña digresión corresponde al hecho de que en Honduras miles de inquilinos del sistema penitenciario aspiran a cada segundo a la libertad, perdida a causa de propias y equivocadas decisiones. Y son muchos los sueños de fuga, los planes y los intentos que se dan entre las rejas. Algunos son exitosos. Otros, la mayoría, son fracasos que quedan para la historia, y que, por desgracia, o por aberración jurídica, añaden más años de cárcel a los desafortunados que son descubiertos en su viaje desesperado a la libertad. Tal vez debería legislarse sobre este punto, y respetar aquello de que la libertad es un derecho humano… una aspiración natural, imprescriptible, y bla, bla, bla.

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Hoy, en este relato de los crímenes más absurdos, vamos a dejar un espacio para recordar algunos de los casos de intento de fuga más originales, si se les puede llamar así, que se han dado en las cárceles de Honduras. No contaremos los que han tenido éxito, que son muchos, y de los cuales se avergüenza el sistema penitenciario del país.

Beto

Empezó a gritar desde las tres de la mañana. Decía que le dolían los riñones, que orinaba sangre y que sentía que se moría. Lo llevaron de urgencia al hospitalito de la Penitenciaría Nacional y, en efecto, orinaba sangre. Y aquel líquido rojo era abundante, lo que para el enfermero de turno representaba una enfermedad renal grave. Además, el preso sufría. Había que trasladarlo de emergencia al Hospital Escuela.

“¿Estás seguro?” –le preguntó el encargado de turno.

“Orina sangre”.

“Pero, ¿es sangre de verdad? Mirá, que estos se las saben todas…”.

El enfermero dudó.

“Pues, yo mejor no me arriesgo –dijo–; hay que llevarlo al hospital y allá que decidan los doctores. Si se nos muere aquí, vamos a tener problemas, y yo quiero cuidar mi trabajo…”.

Y llevaron a Beto al Hospital Escuela. Eran las seis de la mañana cuando entró a emergencia. Y, cosa extraña, allí estaba su esposa, con una bolsa en las manos. Al principio, el responsable de la custodia de Beto no se extrañó, pero, cuando los médicos empezaron a atenderlo, se puso a pensar…

“¿Cómo supo esta mujer que su marido vendría al hospital?”

No pudo responderse porque en ese momento se le acercó la mujer.

“¿Quiere un fresco, sargento?” –le dijo, y, diciendo y haciendo, sacó de la bolsa que llevaba un fresco en bolsa. Y también les ofreció otro a los dos custodios que acompañaban al sargento. Uno de ellos se lo tomó de inmediato. No habían desayunado. Unos minutos después, empezó a sentir sueño, y su compañero empezó a sentirse mal. Fue en ese momento en que Beto salió de la sala de emergencias.

“¿Para dónde vas?” –le preguntó el sargento.

“Al baño” –le respondió.

Detrás de él salió un doctor.

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“¿Usted es el custodio del señor? –le preguntó al sargento.

“Sí, ¿por qué?”.

“Lo que este señor está orinando es colorante de remolacha, no sangre…”.

Pero, para ese momento, los dos custodios se caían del sueño.

El sargento apuntó con su fusil al reo y lo esposó. Dos guardias de seguridad le ayudaron a llevar a sus compañeros a la patrulla. La mujer, la esposa de Beto, había desaparecido.

“Si a uno lo castigaran de acuerdo al delito que ha cometido –dice Beto, sonriendo, aunque con cierta tristeza–, muchos estaríamos presos pocos años… Yo lo que hice fue robarme dos llantas viejas, para revenderlas…”.

Por sus sueños de libertad le aumentaron la pena en dos años y medio. Su esposa no ha vuelto a visitarlo.

“Tengo miedo de que la capturen –dice–, aunque el sargento no dijo que era mi esposa, sino solo una mujer… Y yo no he dicho nada…”.

Hernán

Hernán sigue soñando con la libertad. Le pagaron dos mil lempiras por llevar un carro robado de San Pedro Sula a Santa Rosa de Copán, pero en el puesto de la Policía de La Ceibita, en Santa Bárbara, lo detuvieron. Lo condenaron a seis años, de los que ya ha cumplido tres. El problema es que le aumentaron la pena por querer ser libre antes de tiempo. Ahora debe cumplir cinco años más. Ocho en total.

“¿Por qué quiso escapar?” –le pregunté.

“Mire –dice, después de pensar un poco–, pues, por estúpido. Me di cuenta de que mi mujer estaba embarazada, y yo tenía como seis meses de no verla, y de no tocarla, y mi hermana me dijo que tenía tres o cuatro meses de embarazo. Me desesperé y juré que me vengaría. Así que empecé a pensar en la forma de salir de aquí. Y, un día, me metí en un saco de basura. Ya iba yo tranquilo en el camión, cuando a un teniente se le ocurrió revisar el carro. Y allí me encontró. Creo que no valió la pena aumentar la pena por una mujer que me engañó”.

Dany

Dany sonríe porque le toca el turno de contar su odisea. Un día, decidió que debía ser libre, y que no era el Estado de Honduras el que le cortaría las alas. Así que puso manos a la obra.

Nadie se dio cuenta de nada cuando el carro salió de la penitenciaría con aquel frízer transparente que llevaban a arreglar. Llegó el carro a la carretera, rumbo a Tegucigalpa, cuando el chofer recibió una llamada.

“Mirá –le dijeron–, aquí hay dos frízeres más que podés arreglar para que te ganés un dinerito extra. ¿Por dónde vas?”.

“Saliendo a la carretera”.

“Regresate y te los llevás. Así hacés un solo viaje”.

Y, el chofer, seguro de que haría un buen negocio, se regresó a la penitenciaría, se estacionó y esperó a que cargaran los dos frízeres, después de revisarlos bien. A eso de las doce del día, en pleno verano, el calor era sofocante, y el chofer decidió tomarse un refresco. Los que traían los frízeres se tardaban, y él tenía tiempo y paciencia. El calor era horrible, y el sol caía como fuego invisible sobre la tierra.

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De pronto, empezaron a escucharse unos gritos. Eran gritos desesperados, que salían solo Dios sabía de dónde.

“¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Ayúdenme, por favor! ¡Sáquenme de aquí!”.

Al principio, todos trataban de localizar el lugar del que salían los gritos.

“¿Quién es?”.

“Yo”.

“¿Dónde estás?”.

“Aquí”.

“¿Dónde es aquí?”.

“Aquí, en el frízer transparente… Me estoy quemando”.

Bajaron el frízer, lo abrieron por la parte de atrás, y encontraron a Hernán más muerto que vivo. ¿Cómo cupo en aquel espacio tan reducido? No se sabe, pero la verdad es que allí estaba, deshidratado, con quemaduras graves, y medio muerto…

Después de salir del Hospital Escuela, regresó a la cárcel, y le aumentaron la pena…

“Yo tenía derecho a intentarlo –dice–, con resignación; no salió, pues, no salió… Que se haga la voluntad de Dios…”.

Llora.

Pepe

Estaba tranquilo en su celda. Lo habían condenado a tres años y medio por robarse una madera de caoba, podrida ya, como dice él, y que necesitaba para el fogón de su abuela. Estaba preso porque siendo pobre no podía pagarle al Estado los diez lempiras por día… y conmutar su pena. Y él quería ser libre. Así que, un día, se le presentó la oportunidad.

“José fulano de tal –dijo un ordenanza–; ¿dónde está José fulano de tal?”.

“Aquí estoy” –respondió él.

“Te llaman a la dirección…”.

“¿A mí?”.

“¿Vos sos José Luis fulano de tal?”.

“Sí, yo soy…”.

“Entonces es a vos que te buscan”.

Y Pepe, con el corazón en la boca, porque el que lo llamen a la dirección no es nada agradable, empezó a caminar detrás del ordenanza.

Cuando llegó, estaban el director, un trabajador social, dos abogados y una mujer.

“¿José Luis fulano de tal?” –le dijo esta.

“Sí, soy yo –respondió él–. ¿En qué puedo servirle?”.

“Soy la secretaria del juzgado tal y tal, y le vengo a entregar su carta de libertad. Está usted libre por haber cumplido su condena…”.

Pepe casi se desmaya.

“¿Ya?” –dijo.

“Ya –le sonrió la mujer–. Es usted un hombre libre”.

Pepe sentía que se moría de la felicidad.

Le leyeron algunos artículos de la ley, le hicieron unas preguntas que por la emoción no pudo responder, y lo hicieron firmar. Luego, se despidió. Estaba libre. Cuando el portón de hierro de la penitenciaría se cerró a sus espaldas, deseaba correr, volar, alejarse de ahí lo más rápido posible. Llegó a Tegucigalpa, pidió jalón para regresar a su aldea de Cedros, y, de pronto, se puso triste.

“Sentí miedo –dice–; mucho miedo… Saqué de mi cartera los papeles, mi carta de libertad, y la leí y la releí… Entonces, tomé una decisión… Regresé a la penitenciaría…”.

“¿Por qué hizo eso?”.

“Pues, porque había cometido un error, un delito, y no quería que se me castigara el doble por eso…”.

“No lo entiendo”.

“Yo me llamo José Luis fulano de tal, ¿verdad? Pues, el ordenanza, cuando fue a buscar a José Luis fulano de tal, se encontró conmigo, pero a todos se les olvidó preguntarme mi otro apellido… Y no era el José Luis de la carta de libertad… Así que, regresé a la penitenciaría, toqué el portón, les dije que había un error y que quería regresar, y nadie me hacía caso. Más bien me amenazaron, y no me querían dejar entrar… Hasta que vino el director y dejó que le explicara todo, paso a paso… Entonces, llamaron al verdadero José Luis fulano de tal, y resultó que estaba en otro módulo… Gracias a Dios todo se arregló, y a mí no me castigaron por eso… Creo que voy a salir pronto de aquí… Dios lo quiera”.